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La correspondencia de los inquisidores novohispanos: un relato institucional de la vida cotidiana

Idalia García

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Cuando comencé a acercarme a algunos temas inquisitoriales que se relacionaban con la investigación que desarrollo en la Universidad, también fui consciente del escaso aprecio que se tienen por el trabajo de todos esos hombres que trabajaron o colaboraron con el Tribunal del Santo Oficio en la Nueva España. Ese acercamiento intentaba comprender cómo se hacían los procedimientos inquisitoriales en materia de control de libros, la normativa que los justificaba y la forma en que los inquisidores organizaban una vigilancia que estudiosos precedentes precisaban que había estrangulado el desarrollo de un conocimiento y de una cultura en el territorio novohispano. Un territorio que no debemos olvidar siempre fue mucho más grande que el de cualquier distrito de la corte española.


Toda estas dudas tenían una motivación puntual. Tras años de trabajo en archivo, más de una década y media, había encontrado una cantidad importante de testimonios históricos que no parecían tener mucha lógica, con esas explicaciones anteriores que otros estudiosos habían elaborado. Por ejemplo, aquella afirmación tajante sobre la visita que los inquisidores realizaban a las bibliotecas privadas durante la Edad Moderna. Tal anunciación se hizo sin referirse a la norma que explicaba tal potestad institucional y sin aportar documentación que diese prueba de esas inspecciones. En todos los casos, estamos hablando de testimonios históricos que daban cuenta de una u otra manera sobre la presencia y movimiento de libros durante el periodo colonial.


Esa documentación a la que nos referíamos no parecía responder a esas afirmaciones sino a otro tipo de procedimiento que requería una explicación diferente de la que es ese momento teníamos. Por tanto, para poder estudiarla había que entender el tribunal inquisitorial establecido en Nueva España, y para lo cual resulta imprescindible analizar la documentación conservada. En particular, aquella custodiada en el Archivo General de la Nación de México que es un conjunto testimonial bastante rico frente a la de otros tribunales que existieron en España y la América española. Como es sabido, esos otros tribunales perdieron una gran parte de sus archivos durante el siglo XIX. Un destrucción casi siempre explicada por la animadversión que las actividades inquisitoriales generaron durante el siglo XIX. El Consejo de la Suprema Inquisición formaba parte del régimen polisinodial de la Monarquía española, que residía en la corte madrileña. Este consejo, mejor conocido como la Suprema, se organizaba en tribunales de distrito a través de los cuales ejercía una justicia extraordinaria frente a la ordinaria, independientemente de que sea considerado un tribunal eclesiástico y se ocupaba de un conjunto de delitos como la herejía, la sodomía, la brujería y otros. Por esta condición, la actividad inquisitorial estaba bien regulada y respondía a una organización fundamentada en esa normativa pues finalmente era una institución de estado. Empero, como todas las instituciones fue evolucionando y cambiando adaptándose a los tiempos que se vivían.


Ahora bien, la Inquisición fue una institución compleja y por excelencia la encargada de controlar la circulación de libros en la América española particularmente a partir de 1558. En esa fecha, se organizó bastante bien un sistema de censura previa y posterior a partir de la pragmática sobre impresión y libros. En este, el Consejo de Castilla se reservaba la revisión de los textos que querían imprimirse antes de autorizar dicha producción tipográfica, lo que constituye la censura previa. Por otro lado, todos los textos que circulaban ya fuesen impresos o manuscritos podían ser recogidos por los inquisidores, si eran considerados o catalogados como prohibidos o, simplemente expurgados para eliminar aquellos textos considerados peligrosos o venenosos. En efecto, dicha censura posterior sólo fue posible en tanto que para los inquisidores, como para otras personas de la época, existían libros e ideas considerados nocivos para el mantenimiento de la ortodoxia de la Iglesia católica.


Prácticamente todos los religiosos, incluyendo a quienes ejercían cargos inquisitoriales, conocían el permanente riesgo que suponía para esa ortodoxia, la migración derivada de la colonización. En estos grupos podían estar judíos y musulmanes, cuyas prácticas religiosas entorpecerían la evangelización entre los naturales americanos. No se equivocaron en estos temores, pues la expulsión de esos grupos culturales de Europa conllevaría un traslado hacia América suponiendo que en un territorio tan grande podrían pasar desapercibidos. No fue así, como se demostró en el caso de la familia Carvajal en Nueva España hacia 1590, procesados como judaizantes, así como otros por causas similares en América de forma frecuente hasta mediados del siglo XVIII.


Estos casos de herejía fueron empleados justo para ejemplificar formas un disciplinamiento social a través de los Autos de fe que, en Nueva España comenzaron en 1574, tres años después de la fundación del tribunal inquisitorial. No debe resultar extraño la necesidad de la Corona para fundar tribunales inquisitoriales en la América española y menos después de los movimientos reformistas de Europa. No obstante, sólo se fundaron tres en estos nuevos territorios mientras que para el mismo periodo ya existían trece en la península: Sevilla, Granada, Córdoba, Llerana, Murcia, Toledo, Cuenca, Valencia, Barcelona, Zaragoza, Logroño, Valladolid, y Santiago. Las fundaciones americanas, en Perú, Nueva España y Nueva Granada tenían una enorme responsabilidad debido al territorio bajo su responsabilidad que abarcó desde el sur de los Estados Unidos y hasta la Patagonia. Un territorio que superaba con creces el que tenían los otros tribunales peninsulares y, por lo cual, los inquisidores se esforzaban por hacer entender a la Suprema las dimensiones físicas y administrativas del espacio. Los inquisidores novohispanos describían su territorio de la siguiente manera:


“El distrito de aquella inquisicion tiene mas de quatrocientas leguas de trabesia por tierra sin incluir las islas Philipinas y demas del Arzobispado de Mexico, y el de Philipinas y sus tres obispados, los de la nueba España son diez. Tlaxcala, Mechuacan, Guadalaxara, Guaxaca, Guathemala, Yucatan, Honduras, Chiapa, Nicaragua, y Verapaz”.


Esta información procede de un memorial elaborado por los inquisidores Juan Gutiérrez Flores, quien llegó a la Nueva España en 1612, y Francisco Bazán de Albornoz, que a su vez arribó en 1615. El memorial pretendía informar a la Suprema de varios asuntos que requerían, según la valoración de los inquisidores, decisiones importantes del Consejo. Estas noticias y muchas más que estuvieron dedicadas a describir e informar sobre las actividades del tribunal a la Suprema, se encuentran desgranadas en la rica e inmensa correspondencia de la inquisición novohispana que se conserva en el Archivo Histórico de Madrid. Son diecisiete libros de cartas escritas entre 1571 y 1697 que contienen cientos de folios que documentan la vida cotidiana de los inquisidores del tribunal pero también de numerosas personas que habitaron en este territorio.


Se trata de un conjunto de textos que no únicamente describen la geografía del territorio sino las características y prácticas culturales de diferentes grupos sociales y, de ahí, el enorme interés e importancia que cobra esta correspondencia, cuya existencia se explica en principio, en las instrucciones que recibieron esos inquisidores antes de su llegada al territorio novohispano. En estas, elaboradas en 1570, se les ordenaba tener dos libros (apartados 8 y 9). Uno, con las cartas que recibían de la Suprema y otro más con las cartas que estos funcionarios inquisitoriales escribieran a Madrid, ya fuese para dar respuesta al Consejo, para comunicar una decisión o para solicitar algo. De esta manera, se les conminaba a escribir por lo menos dos veces al año dando “relación muy particular” de las causas y procesos, en su numeral 27.


Así, tenemos dos tipos de comunicaciones que debemos diferenciar. Por un lado, instrucciones precisas que se elaboran en la Suprema y que deben ser cumplidas o en su defecto explicadas. Dichas cartas son denominadas como acordadas. De estas no se conservan copia en Madrid, sino un conjunto de libros que describen brevemente el contenido de cada una y la constancia de a qué tribunales había sido enviada. En efecto, las cartas acordadas no eran enviadas a todos los tribunales de distrito sino sólo algunas de estas, pero sí que había asuntos importantes que debían ser de conocimiento de todos los funcionarios. Tenemos noticia de estas instrucciones y su destinatarios gracias a la conservación de unos libros elaborados por secretarios que ordenaron esa información cronológicamente. Es el caso de aquellos que existen elaborados por Domingo de la Cantolla, quien fue secretario del Consejo de la Inquisición donde recopiló y ordenó abecedarios y tomos precisamente de esas cartas acordadas, como el que se conserva de 1708, o uno de los cuales incluso se conserva en México.


Las cartas acordadas originales debían conservarse en los archivos de los tribunales de distrito como se había ordenado, pero la destrucción prácticamente total de los archivos inquisitoriales en la mayoría de los casos y del orden y estructura de otros como el mexicano, ha dejado pocos rastros. Sin embargo, uno recientemente localizado, es más que interesante porque permite dibujar en parte ese orden del archivo en la compilación de sus cartas acordadas. Se trata de un expediente exclusivamente dedicado al asunto del control de libros que contiene todas las cartas acordadas enviadas por la Suprema a los inquisidores novohispanos entre 1571 y 1640. Por su portada, aparentemente de época colonial, sabemos que esta fue su composición en el archivo original. Situación que también indicaría que algunos libros de cartas acordadas habrían sido organizados por las temáticas a las que se referían como en este caso a los libros prohibidos. Las mismas instrucciones citadas, mencionan que es el fiscal quien debería organizar los libros en el secreto:


“[…] es oficio del fiscal, tener muy bien puestos, cosidos y encuadernados todos los papeles y libros del secreto y sobrescritos e intitulados de manera que se puedan fácilmente hallar”.


Podríamos suponer que esta organización se haría con la colaboración de los notarios del secreto, quienes eran responsables de escribir y tramitar toda la documentación del tribunal. Lo cierto es que en la historiografía mexicana no se ha prestado mucha atención a estos funcionarios, gracias a los cuales hoy contamos con fuentes históricas que responden a trámites y procedimientos en su inmensa mayoría regulados.


Las otras son cartas, que no son las acordadas, se envían desde Nueva España y en las cuales se incluyen a aquellas personas que estaban sujetas a la acción de los inquisidores que no eran los naturales de estas tierras. Es decir, los indígenas de diferentes etnias que estaban sujetos en materia de fe a los arzobispos. No obstante, esos naturales son justamente protagonistas porque ellos justificaban parte de las acciones inquisitoriales. Por ejemplo, el obispo de Santo Domingo, fray Andrés de Carvajal consideraba a los habitantes de su zona como “corrompidos en todo género de vicios” porque tienen conversación y trato con gentes de Francia e Inglaterra y, además, por la mala inclinación que daba la propia tierra. Esta carta, que es la primera que se encuentra en ese primer libro de cartas, justamente contienen el tipo de argumentos que el buen obispo empleó para solicitar la fundación de un tribunal de la Inquisición en América. En realidad esa carta básicamente denuncia cómo reaccionaron las autoridades de la isla, cuando este obispo decidió castigar a dos franciscanos por proposiciones heréticas y “escandalosas”.


A partir de aquí, la primera carta que se conserva y que efectivamente tiene que ver con la Inquisición novohispana es la que corresponde a Pedro de los Ríos, el también primer notario de la institución. En esta, el escribano narra cómo fue informado de su nombramiento y de la orden de embarcarse. Sin embargo, Pedro rechaza el nombramiento porque tenía padres viejos y pobres que requerían de sus cuidados. En ese momento, el escribano trabajaba en el tribunal inquisitorial de Llerena cuyos inquisidores también piden que no se vaya porque sin Pedro el tribunal recibiría “mucho perjuicio”. De nada sirvieron tales estratagemas, pues el escribano viajó con Pedro Moya de Contreras y el Licenciado Cervantes rumbo a la Nueva España para fundar el tribunal del Santo Oficio. Se puede apreciar que esta correspondencia aporta información bastante detallada de varios acontecimientos importantes para la sociedad novohispana de la época, como los motines sociales del siglo XVII, pero también sobre asuntos particulares de algunos de sus protagonistas y esa es su mayor riqueza.


Copias de estas cartas debieron conservarse en el archivo inquisitorial de Nueva España. Sin embargo, de aquella copiosa comunicación epistolar quedan retazos sueltos en el Archivo General de la Nación en México, pero no en esos libros conservados en Madrid donde se encuentran incluso numerosas duplicados. Estos dan cuenta del interés que había porque esas cartas llegaran a su destino que finalmente era el conocimiento de la Suprema. Para quienes han revisado esa documentación, es evidente que hay varios temas de interés que pueden analizarse desde el punto de vista de los propios oficiales inquisitoriales porque ahí se desgrana la vida y penurias de cada uno de ellos. Por ejemplo, sabemos cuánto se pagaba de salario a cada uno de quienes trabajaban en el tribunal: dos inquisidores, fiscal, nuncio, alcaide, portero, notario, receptor, alguacil, abogado, médico y barbero.


Este asunto de los salarios será una constante en esta comunicación institucional. Por un lado, porque no se pagaban en tiempo y, en consecuencia, los oficiales vivían permanentemente endeudados. Por otro, porque algunos de los oficiales consideraban que no eran adecuados para vivir en esta tierra. Situación que ocurría desde el inicio, donde el sueldo que se pagaba a veces solamente alcanzaba para pagar el alquiler. Dichos problemas se mantuvieron hasta el siglo XVIII. Así sabemos que los inquisidores describieron la situación del Doctor Juan Joseph de Brizuela, médico de la Inquisición, de la siguiente manerta:


“con todo desvelo y cuydado sin el salario correspondiente a la gran asistencia que se necesita. Y hallandose con muger, hijos y crecida familia. Suplica a Vuestra Señoria Ilustrisima se sirva mandar, se le de el salario, que corresponde â su plaza y que se le mantenga en la de Medico del Santo Tribunal sin que este pueda promoverle ni quitarle”.


Otro asunto que se encuentra en tales cartas es relativo a la condición del edificio que alquilaron a su llegada, que era propiedad de Juan Velazquez de Salazar. En un principio, Pedro Moya de Contreras informa al Rey alabando la construcción porque “las casas que señalaron para este Sancto Oficio son nuevas y tan comodas no se pudieran hallar tras en la ciudad tan a proposito y no fuese con mucho agravio de sus dueños, estan junto a Sancto Domingo”. Incluso argumentaran ante la Corona para que se financie su adquisición por aproximadamente 30,000 pesos de ocho reales y, finalmente, solicitan importantes recursos para su remodelación, adecuación y mantenimiento. No debemos olvidar que de las cárceles inquisitoriales se fugaron algunos presos justamente porque las paredes de adobe estaban tan humedecidas que podían horadarse incluso con los dedos. Ese edificio siempre se veía afectado por los permanentes eventos naturales, como las inundaciones y terremotos. Así, en una carta del inquisidor Bernardo de Quirós al Consejo de la Suprema, fechada el 6 de marzo de 1612, se afirma que en las casas inquisitoriales “jamas falta obra en ellas según son biejas y quedaron arruynadas de los grandes temblores del año pasado que hizieron notable en esta ciudad”. En efecto, en determinado momento el estado de la casa inquisitorial era tan lamentable que fue necesario informar sobre los “reparos forzosos” a los que se veían obligados a realizar. En esta correspondencia también se describen asuntos más mundanos, como el robo del que fueron objeto, aunque esta vez en un expediente de cartas sueltas:


“Tiene tanta libertad la gente desta tierra y ay tanta ociosidad en ellas, que gran parte se sustenta de hurtar en los lugares y fuera de ellos. Destos vagabundos se atrevieron tres a entrar en esas casas de la Inquisicion, a las onze de la noche por unas paredes bien altas y rompieron un candado de una puerta, y sacaron quantidad de ropa y otras cosas”.


Sin duda, el asunto más llamativo en cotidianeidad de los inquisidores novohispanos fueron los permanentes conflictos con los otros poderes coloniales: el Virrey, la Audiencia y las órdenes religiosas. El Santo Oficio nunca fue bienvenido en esa tierra tan derramada y ante sus permanentes quejas por cada ofensa, la Suprema siempre contestaba que había que “tener buena correspondencia”. Lo que siempre significaba resolver los conflictos sin aspavientos y en detrimento del honor inquisitorial. Así estas cartas muestran a unas personas en su mayoría convencidas de su responsabilidad y, principalmente, que simplemente buscan hacer su trabajo.