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El Malestar en el Progreso

Tomás Molina, Ph.D

El Malestar en el Progreso

Los adictos al establecimiento colombiano se encuentran desconcertados. “¿Cómo es posible que en un país que ha progresado tanto haya descontento?”, se preguntan. No pueden creer lo que ven en las calles y en las elecciones. Comparan las cifras de pobreza y bienestar actuales con las de hace treinta años: hoy hay menos pobres, menos miseria; más acceso a bienes, más salud. E insisten, una vez más, en su desconcierto: ¿cómo es posible que haya tanta rabia contra el sistema? Algunos apuntan a una respuesta demasiado fácil. Usan, quizá sin saberlo, una versión extraña de la idea marxista de falsa conciencia: unos demagogos han hecho que la gente no se dé cuenta de todo lo que su vida ha mejorado bajo el establecimiento actual. Por eso se dirige hacia métodos y objetivos que no le convienen. Otros creen que es una mera cuestión de educación financiera. Todo, en efecto, ha mejorado, pero al ignorar los instrumentos financieros que hacen posible la verdadera prosperidad, la gente termina creyendo en cuentos fantásticos de riquezas fáciles. Por eso queda insatisfecha con el lento progreso que hemos visto. Tratemos de pensar mejor este asunto.
 
Una de las cosas que caracteriza a los pensadores hegelianos es que, en vez de decirles a sus contrincantes que sus argumentos son falsos, comienzan señalando que son, de hecho, verdaderos. Por ejemplo, Marx no dice en el Manifiesto Comunista que el capitalismo es el peor de los sistemas económicos. Afirma, al contrario, que los burgueses tienen razón: sus maravillas son superiores a las pirámides de Egipto y las catedrales góticas. No hay ningún sistema económico que haya creado tanta riqueza. Para Marx resulta preferible a todos los que le precedieron. En Žižek encontramos lo mismo. Nunca se propone decir que el capitalismo es insatisfactorio. Nos muestra más bien los modos inquietantes en que resulta satisfactorio, i.e., los modos en que nos hace gozar de modo inconsciente. Sugiero que hagamos un ejercicio similar aquí: en vez de refutar la narrativa del progreso, asumámosla cierta. Veamos, sin embargo, cómo es posible el malestar actual, es decir, el malestar en el progreso.
 
En su libro El antiguo régimen y la revolución, Tocqueville desarrolla una tesis muy interesante. Nos dice que los campesinos franceses venían progresando desde la Edad Media hasta la Revolución. Para 1789, la vasta mayoría no era gobernada directamente por ningún señor feudal. Los monarcas franceses habían construido caminos y canales; además, promovieron el comercio, las artes y la gloria de la nación. A lo largo del siglo XVIII los hombres de letras habían educado políticamente a Francia, incluyendo su aristocracia. De hecho, le inculcaron los ideales ilustrados. Luis XVI, junto a su ministro Turgot, había intentado llevar a cabo serias reformas ilustradas. Las cosas iban bien. Los campesinos de Francia vivían mejor que los de casi toda Europa. Prusia, Rusia, Austria, etc., eran las naciones donde la servidumbre y el feudalismo permanecían tal y como en el medioevo. Sin embargo, no fueron los campesinos de esos países quienes se levantaron contra la monarquía.

¿Cómo explicar el malestar de los franceses en medio de este progreso? Tocqueville observa que entre más aumenta la igualdad, más insoportable se hace la desigualdad que permanece. Los pocos derechos feudales que quedaban eran más odiosos que en la Edad Media, justo porque los franceses habían progresado desde entonces y los veían, por tanto, con malos ojos. En el pasado todos estaban acostumbrados a los privilegios feudales. Por eso no eran tan ampliamente cuestionados. Sin embargo, cuando la dura mano de los nobles es reemplazada por la administración del rey, cuando los ideales ilustrados empiezan a penetrar en las mentes de las clases educadas, los privilegios aristocráticos resultan cada vez más insoportables.
 
Pero Tocqueville no para allí. Nos dice que los malos gobiernos a veces anuncian reformas populares. Porque son malos, sin embargo, no son cumplidas a cabalidad. Lo que queda es un reformismo errático que solo hace realidad de manera insatisfactoria la promesa inicial. El progreso causa descontento, porque no es el progreso que la gente esperaba. Un ejemplo contemporáneo puede ser el siguiente. Suponga usted que un gobierno promete acceso igualitario a la universidad. Con ese fin, crea un sistema de créditos para que la gente común, y no solo la élite, pueda obtener un título. ¿Pero qué pasa si los pobres se gradúan con muchas deudas, mientras sus compañeros ricos no tienen ninguna? Hay, sin duda, progreso porque ambos cuentan con un título. Empero, las desigualdades que quedan son más odiosas desde la nueva perspectiva igualitaria. La promesa inicial resulta decepcionante.
 
Las promesas en política son en extremo importantes, como lo vio Aristóteles. El griego explica que la noción democrática de justicia consiste en lo siguiente: si los ciudadanos son iguales por nacimiento, deberían serlo también en los demás aspectos. En otras palabras, la democracia promete un alto grado de igualdad política, económica, social, etc. Donde hay democracia, por ejemplo, Platón dice que las jerarquías quedan invertidas o anuladas: hombres y mujeres son iguales; los hijos no temen más a los padres, etc. En la democracia debe predominar lo que Fukuyama llama isothymia, es decir, el deseo de ser reconocido como igual a los demás. Los gobiernos pueden prometer realizar mejor el principio democrático de la isothymia. Pero si dicha realización resulta insatisfactoria, la gente va a tener motivos poderosos para estar descontenta.  Si la diferencia entre lo que se ha prometido y lo que realmente se hace es muy grande, la legitimidad del establecimiento se viene abajo. Para complicar más las cosas, el progreso que surge del reformismo errático hace más insoportables los graves problemas que quedan por resolver.

Quizá las explicaciones anteriores no son suficientes. ¿Estarán contentos los ciudadanos si las reformas son muy competentes? Es posible que el malestar en el progreso aumente también cuando las promesas se cumplen. Para entender esto es preciso mirar las cosas psicoanalíticamente. En la experiencia clínica, los psicoanalistas descubren que los pacientes sabotean su propio progreso. Cuando están a punto de dar con el origen de su síntoma, de repente se vuelven hostiles a las preguntas del terapeuta, dejan de ir a las sesiones, niegan cualquier interpretación relevante de los hechos, etc. El paciente que antes era tan dócil se vuelve una fortaleza impenetrable. Hay un esfuerzo enorme para mantener la enfermedad cuando la cura se asoma en el horizonte. Esta experiencia aparece también a nivel político. El progreso rápido puede desencadenar la lógica reaccionaria (“antes todo iba mejor”) o la utópica (“solo el ideal es aceptable”), de manera que las personas puedan seguir consiguiendo su satisfacción en la queja, el malestar, el síntoma, en fin. Precisamente lo más problemático del malestar en el progreso es que nos volvemos adictos al malestar más que al progreso. Lo que comienza siendo una interrupción de nuestra vida se convierte en una fuente negada e independiente de satisfacción.
 
Dudo que el caso colombiano actual sea el que he descrito por medio del psicoanálisis, aunque cabe la posibilidad de que en la cuestión del plebiscito sobre la paz tenga relevancia. Lo que sí parece quedar claro es que el progreso es perfectamente compatible con el malestar. O para ser más precisos, el progreso mismo trae un malestar, sea porque cumple mal sus promesas, sea porque las cumple demasiado bien. Tal vez, para continuar con esta última idea, Nicolás Gómez Dávila dio en el clavo cuando dijo que el progreso no decepciona cuando incumple sus promesas sino cuando las cumple. Nos gusta más la fantasía del progreso que lo que conseguimos con él. Los más altos ideales resultan dichosos en nuestras cabezas y decepcionantes en la práctica.