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Sobre archivos coloniales y secretarios: notas sobre los papeles inquisitoriales

Idalia García

inquisitoriales

El año antepasado leyendo el libro Andalucía, Inquisición y varia historia de Manuel Peña Díaz, encontré una idea en su introducción que me hizo pensar en lo que hago todos los días: reflexionar sobre los libros en el periodo novohispano. En estos días, las personas en diferentes países respiran aliviadas por el regreso de esa “normalidad” y detenida por el confinamiento internacional que produjo el COVID 19 por casi dos años. También hay otras personas llenas de ansiedad por los tambores de guerra que resuenan en Europa. Quizá por eso sea tan importante reflexionar sobre lo que hemos aprendido de una experiencia similar. El texto en cuestión dice que:

Uno de los retos del historiador es intentar conocer por qué se optó por una vía y no por otra, por qué se abrió una puerta y no otra. Los proyectos alternativos están casi siempre encima de la mesa, en ocasiones triunfan frente a otros. El paso del tiempo deja inservibles las bisagras de las puertas que no se abrieron. Pero recordar o saber de la existencia de esos corredores sí enriquece el conocimiento no sólo de la historia, también del presente. [1]

Si bien no soy historiadora, sino aprendiz de historiador y maestro brujo, estas líneas también me ayudan a pensar no sólo en las decisiones profesionales en mi vida y en razones que las explican. Hace veintisiete años la Universidad Nacional Autónoma de México, para la que hoy tengo el honor de trabajar, me concedió una beca doctoral con una tarea complicada: analizar los problemas del patrimonio bibliográfico y documental en territorio universitario y plantear algunas propuestas para su adecuada salvaguarda. Esa beca implicaba la realización de la tesis y la obtención del grado, sino también devolver a la UNAM con trabajo de investigación la misma cantidad de años que se había invertido en la formación. Después había que tomar la decisión de convocar a una plaza universitaria o retirarme de ese espacio para caminar por otros derroteros. Decidí quedarme en la UNAM frente a otras opciones laborales y así intentar visibilizar el problema de la socialización de ese legado que no puede darse sin conocimiento del pasado que se quiere transmitir.[2]

Obviamente, el legado bibliográfico y documental de cada país representa un enorme conjunto de objetos. Por eso, también fue necesario tomar otra decisión para enfocar la investigación en alguno de esos objetos o en cierta problemática de los mismos. En ese momento recordé lo increíble que fue trabajar con la doctora María José López Huertas en aquél curso del doctorado en la Universidad de Granada dedicado a la bibliografía material. En toda mi formación bibliotecaria en México, jamás me enseñaron los libros antiguos como en aquél curso que disfruté como nadie. Personalmente quede fascinada con esos libros y todas sus historias, así que ese era el momento ideal para escoger un camino de investigación para desarrollar en la UNAM. Esa puerta que se abrió fue ideal porque no había mucho trabajo ni interés en esos objetos conservados en bibliotecas y archivos del país. Gracias a esa decisión tuve la oportunidad de trabajar con un montón de libros antiguos, manuscritos e impresos, en diferentes repositorios. Empero, la colección que sigue gobernando mi corazón es la que todavía custodian los jesuitas de México: la biblioteca Eusebio Francisco Kino.[3] Trabajar con esa colección fue las mejor oportunidad para aprender y apreciar directamente muchas de esas afirmaciones que estaban en las lecturas de trabajo.

En esos libros antiguos aprendí por más de una década de trabajo sobre la cultura virreinal, pero también contribuí en cierta manera a colocar sobre la mesa de los debates nacionales dos problemas fundamentales: su registro normalizado acorde a su naturaleza patrimonial y la necesaria formación profesional de quienes están a cargo de esas bibliotecas. Ciertamente durante todos esos años, existieron otras temáticas que me preocuparon y me ocuparon. Algunas de las cuales todavía me acompañan en las reflexiones cotidianas. Pero también es cierto que después de mucho tiempo me pareció que no se construía el diálogo imprescindible entre bibliotecarios e historiadores que demandábamos. Al momento que escribo estas líneas ese diálogo ha sido esporádico, rasposo, y no contribuye a posicionar al legado bibliográfico mexicano entre las prioridades de diferentes políticas culturales. En mi opinión, los esfuerzos únicamente han servido para privilegiar acciones personales que fortalecen una hoguera de las vanidades, y no el reconocimiento o valoración de una heredad cultural aquejada de múltiples dolencias.

Por ello, al terminar ese periodo decidí escuchar las dudas que me carcomían y que estaban profundamente relacionadas con los mismos objetos. Al hojear muchos de estos libros encontraba numerosas anotaciones manuscritas que decían quién era el poseedor, por cuánto dinero lo habían comprado y en dónde, sobre ediciones había sido expurgada, algunas anotaciones relativas al contenido, marcas de lectura y de escritura. En suma, evidencias de relación directa con personas del pasado. Evidencias que fui localizando y documentando cuando estaba investigando las procedencias de los objetos para poder analizar, describir y explicar la parte histórica de la valoración patrimonial. Efectivamente, una gran parte de esos libros anotados (o al menos el conjunto que me interesaba) estaban vinculados con ese pasado olvidado, repudiado, denostado, y bastante maltrecho porque los personajes del periodo decimonónico decidieron lavar generosamente la tilma de Nezahualcóyotl, sacudirla de polvo y así emparentarnos directamente con una época considerada valiente y despojada de ignominia.

Una situación semejante, volvió a ocurrir el año pasado pues el periodo prehispánico fue glorificado como el verdadero y único antecedente cultural de los mexicanos (que aparentemente ha sido el más agraviado) en la conmemoración de la caída de Tenochtitlán en 1521. Así, nuevamente como en el siglo XIX la herencia colonial fue despreciada, manipulada y cargada de historias negativas que olvidaban convenientemente todo lo que fue bueno. En efecto, si bien la conquista del actual México no fue un periodo que podamos calificar como “miel sobre hojuelas”, también fue un periodo que mostró la bondad, la solidaridad y la preocupación de muchos europeos por la situación que padecían los naturales de esos territorios. Sin el trabajo de todos estos individuos, en su mayoría religiosos, partes fundamentales de nuestra herencia cultural habrían desparecido casi sin dejar rastro. Me refiero principalmente a la lengua y a la alimentación. Respecto a la lengua, no fue caridad sino una necesidad de comunicación cuando esos misioneros requirieron aprender las diferentes lenguas indígenas. Un aprendizaje que transmitieron a otros, y que justifica la enorme tarea que emprendieron elaborando y publicando artes y gramáticas en esas lenguas durante todo el periodo colonial e incluso durante parte del siglo XIX. Actualmente esos libros constituyen un legado cultural poco conocido pese a su enorme valoración patrimonial y de conocimiento.[4] De la comida habría que hablar en otro momento.

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Andalucía, Inquisición y varia historia de Manuel Peña Díaz

Esa instrumentación política de la cultura propició unos cuantos descalabros bastante impresionantes. Un ejemplo interesante de éstos, fue el retiro de la escultura de Cristóbal Colón de una plaza céntrica en la Ciudad de México, supuestamente por razones de conservación. Junto con el polémico personaje también se retiraron las estatuas que le acompañaban de unos frailes misioneros. Dichas acciones en realidad se explican en aras de una cierta descolonización; idea que se “ha aplicado a aquellos procesos que buscan transformar el imaginario social e histórico con características de dominación colonial”.[5] Lo interesante de esta acción es que estas esculturas forman parte de lo que se estableció como Zona de Monumentos y, por tanto, se trata de un espacio protegido por autoridades federales. Una decisión así, no se tomó conforme a derecho sino como resultado de un exabrupto político del gobierno de la Ciudad de México.

Sin embargo, hasta la fecha no se tiene noticia de que el Instituto Nacional de Antropología e Historia haya demandado una explicación de orden institucional o que las autoridades chilangas expliquen cómo y por qué decidieron tomar esa decisión. Como el mismo autor afirma “no tenemos derecho eliminar símbolos que -nos guste o no-forman parte de nuestra historia”. Al final, todos esos momentos conforman nuestro pasado. Uno que enorgullece a algunos mexicanos por su fuerza creativa que nunca se detiene y que se manifiesta cada día de la mano de nuestros innumerables artesanos. Esa cultura rica y compleja es el resultado de siglos de mestizaje. Como era de esperarse, las acciones políticas de ese tenor crearon una contra posición de opiniones a favor y en contra que se mezclaron con otros debates contemporáneos muy necesarios. Por ejemplo, el clasismo, el racismo, la desigualdad económica o, el lugar social de las mujeres mexicanas, entre otras preocupaciones en México.

Por su parte, durante el siglo XIX no hubo más que un juicio negativo para ese pasado colonial que se explica pues aquellos individuos buscaban fundar una nación independiente. Afortunadamente esa patria decimonónica nació pobre y no tuvo ocasión ni oportunidad para ordenar o promover la destrucción sistemática de sus vergüenzas coloniales, sino para ir abandonando ese legado como si fuesen cacharros viejos. Gracias a ese olvido y desprecio, actualmente conservamos muchos bienes culturales que se conservan en diferentes instituciones a lo largo del territorio nacional. Estas valoraciones forman parte de las razones por las que generaciones de mexicanos hemos sido educados en una idea rocambolesca del Virreinato, más literaria, pasional y útil para encender siempre a las huestes políticas y sensibleras de la patria. Especialmente con este último gobierno, pues la mayoría de sus simpatizantes sin mayor empacho culpan al virreinato de todos los males nacionales, sin considerar que en el diseño de la nación independiente y, por tanto, en muchos de sus males, hubo una enorme participación de liberales y conservadores decimonónicos.

Muchos lectores conocerán de sobra algunos exabruptos presidenciales, de políticos y funcionarios mexicanos quienes antes de ejercer la crítica sensata con información confiable y verificada, gritan como hordas el honor de estar con un ciudadano y no con la sociedad a quien deben su función pública. En cierta medida resulta francamente lamentable, porque en nuestro país existen numerosos investigadores y grupos de investigación dedicados específicamente a los estudios coloniales. De ahí que resulte un poco triste que en esa historia del virreinato solamente destaquen figuras intelectuales como Sor Juana Inés de la Cruz y Carlos de Sigüenza y Góngora. En efecto, entre esos bienes culturales que conservamos en este país se encuentra una cantidad ingente de documentos coloniales que ni siquiera hemos acabado de identificar. En estos se encuentra la noticia de numerosas personas mucho más interesantes que algunos conquistadores embrutecidos de codicia.

En este contexto, no resulta difícil imaginar la construcción histórica de una inquisición novohispana corrupta, ineficaz, cateta, torturadora y destructora de cualquier transmisión de ideas fuera de la ortodoxia religiosa. Así en 1905, José Toribio Medina ya calificaba duramente al Tribunal del Santo Oficio en Nueva España y, por tanto, también a los inquisidores y oficiales a quienes consideraba responsables de “esas hecatombes humanas”.[6] Casi una década después se publicaron los primeros documentos inquisitoriales relacionados con el control de libros en la Nueva España[7] y, a pesar de que ahí había evidencias claras de que la historia no era tan obscura ni miserable, se siguió considerando al tribunal inquisitorial como el más malvado entre todas las autoridades coloniales.[8] Sin embargo, quienes hemos tenido y tenemos la oportunidad de adentrarnos en las entrañas de algunos repositorios históricos de México y otras latitudes, observamos con extrañeza que las evidencias bibliográficas y documentales del Virreinato indican una cosa bastante distinta a las interpretaciones históricas que nos precedieron.

Esta información resulta cuánto más notoria y diferente al tratarse de los inquisidores y especialmente de quienes participaron mano a mano con los inquisidores haciendo posible las actividades y responsabilidades de la institución. Si bien se ha prestado mayor atención a inquisidores, como Pedro Moya de Contreras y otros más, se olvida a quienes estuvieron desempeñando cargos menores y que fueron al mismo tiempo parte de esa institución. Podemos mencionar al alguacil Francisco Verdugo de Bazán, el receptor Pedro de Arriaran, el portero Luis de León, o el secretario Pedro de los Ríos. Todos los anteriores fueron parte de los oficiales que iniciaron la actividad inquisitorial en Nueva España, justamente con Moya a partir de 1572. Estos sin contar al nuncio, al alcaide de las cárceles secretas, a los abogados, al médico, al barbero y al contador. Cada uno de estos oficiales tenía responsabilidades puntuales sin las cuales el tribunal no funcionaba correctamente. Hoy podemos conocer ciertos detalles de su trabajo y de su vida gracias a que se conservan numerosos documentos de todo el periodo colonial que, a su vez, coincide con el periodo de actividad inquisitorial.

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Sellos de la Inquisición en documentos noviohispanos - Dominio público

No obstante, esa documentación no sería posible sin los secretarios del Secreto quienes no sólo estaban a cargo de redactar y escribir esos documentos, sino también debían guardarlos y ordenarlos en el archivo del secreto en acuerdo a precisas instrucciones con las que habían llegado a este territorio americano.[9] Es el caso de Pedro de los Ríos el primer secretario inquisitorial, y uno de los oficiales menos conocidos, a pesar de que es mencionado frecuentemente en las investigaciones históricas que utilizan documentación conservada del tribunal inquisitorial. Dichas menciones se justifican porque Pedro firmó los documentos que elaboró dando testimonio de los actos y procedimientos inquisitoriales declarando que el documento “passo” ante él. Por lo mismo, su nombre aparecerá en las transcripciones de esos documentos que se suelen hacer, ya sea en el marco de una investigación o por sí mismos.[10] No obstante, Pedro tuvo una vida en la península antes de integrarse como oficial en el tribunal novohispano y otra afuera de éste de la que encontramos rastros documentales.

Pedro de los Rios, hasta donde sabemos, trabajaba como notario en el tribunal inquisitorial de Llerena al tiempo que fue nombrado para ser el primer secretario de ese tribunal novohispano. Su nombramiento se dió porque el secretario de Murcia, Andrés de Cisneros, no aceptó y se le nombró cargo con mil ducados de salario.[11] Al parecer ni el salario ni el cargo parecían apetecibles para estos notarios, pues Pedro también declino el honor:

Por conocer mi pobre talento para ministerio tan ymportante, y ansi por esto y como por tener padres viejos y pobres y que con mi residencia aqui tienen algun socorro para pasar con menos travajo su pobre vegez y faltandoles esto les faltaria la vida. Por esta causa principalmente y por otras que aunque tocan a mi salud no las refiero siento lo que es razon el desamparo de mi padres y si esto no oviera de por medio ninguna duda se pusiera de mi parte para cumplir lo que Vuestra Señoria Ilustrissima me manda aunque fuera evidentemente la vida en todo riesgo como lo hace siempre que Vuestra Señoria Ilustrissima fuese servido mandarme cosa tal y pues en esto mi verdad me da este animo.[12]

Resulta interesante igualmente confirmar que los inquisidores de Llerena tampoco estaban a favor del nombramiento pues les quitaría un secretario a quién consideraban invaluable y les causaría mucho “perjuicio”. Obviamente, esta petición fue rechazada y tuvo que emprender el viaje a la Nueva España acompañando a Pedro Moya de Contreras y a Juan Cervantes. Esa travesía fue una auténtica pesadilla que incluyó un naufragio cerca de Cuba al que sobrevivió. Así que, una vez que llegaron a territorio novohispano, fue responsabilidad del secretario comunicar al virrey Martín Enríquez de Almansa la llegada de Moya de Contreras para solicitar licencia y pedir posada. Una vez que el secretario y el inquisidor se instalaron en las casas del centro de la capital novohispana, Pedro comenzó a documentar todos los asuntos del tribunal incluyendo aquellos de naturaleza personal.

En efecto, Pedro de los Ríos como los otros inquisidores y oficiales que fueron gradualmente nombrados para trabajar en este tribunal inquisitorial, documentó sus padecimientos respecto a la tardanza del pago de sus salarios e incluso comunico al Consejo de la Suprema que el sueldo otorgado era mucho menor que él que tenía en Llerena y que con éste ni siquiera le alcanzaba para alquilar una casa pequeña. En 1572, solicitó un cargo de Escribano Real y Público quizá para obtener un poco más de dinero que aparentemente sí obtuvo. Por esa documentación conservada sabemos que se casó en la Nueva España y cuánto recibió de dote y también los embates que realizaron otros interesados en obtener su cargo. También conocemos su insistencia en volver a España y de sus peticiones para conceder mercedes para su hermano que había quedado en la península a cargo de sus padres. Fue Pedro quien también mandó los pésames del tribunal por el fallecimiento del Inquisidor General, reafirmando su lealtad al Consejo y, por tanto, era el que tenía conocimiento de los tejes y manejes que se movían en esta institución colonial. Unos asuntos de los que debía guardar celoso secreto porque así lo implicaba su cargo.

Una década después de su llegada a México, Pedro quiso retirarse el servicio pues había trabajado tres años en Llerena y quince en el territorio novohispano. No fue sino hasta 1595 que consiguió dicha autorización, con las mejores recomendaciones y reconocimiento, para ser sustituido por Pedro Sáenz de Mañozca. Sabemos de un documento interesante de 1591 donde el secretario solicita permiso para usar un terreno con fines específicos: “se trata de la donación de un sitio de estancia de ganado menor y seis caballerías de tierra (aproximadamente 1135.5 hectáreas)”.[13] En 1596, sabemos que tenía un hijo de veintitrés años que era bachiller en Cánones pues pide que sea nombrado alguacil del tribunal. Después de esa información, Pedro desaparece del panorama novohispano. No obstante, seguía activo en 1599 cuando le fue otorgado el nombramiento de contador de cuentas de la Audiencia de México. La vida de este secretario fue mucho más que papeles inquisitoriales por eso es una pena el olvido de la historia. La ironía es que sin su trabajo no tendríamos materia para hacer historia y, que yo, no la sabría para contarla aquí sin haber abierto esa puerta cuya bisagra afortunadamente seguía funcionando.

 

 


[1] Manuel Peña Díaz, Andalucía, Inquisición y varia historia. Huelva: Universidad de Huelva, 2013, p. 19.

[2] Idalia García, Miradas asiladas, visiones conjuntas: defensa del patrimonio documental mexicano. México: UNAM. CUIB, 2001.

[3] Información de la biblioteca. Disponible en: https://www.amabpac.org.mx/wp/miembros/biblioteca-eusebio-kino/ [Consulta: Marzo de 2022]

[4] Colección de Lenguas Indígenas, coords. Marina Mantilla Trolle y Nora Jiménez. México: El Colegio de Michoacán: Universidad de Guadalajara, 2007; Colección de Lenguas Indígenas. Disponible en: https://bpej.udg.mx/coleccion-de-lenguas-indigenas [Consulta: Marzo de 2022]

[5] Bolfy Cottom, “Descolonizar ¿una zona de monumentos históricos?”, El Universal, 12 de Octubre de 2021. Disponible en: https://www.eluniversal.com.mx/opinion/bolfy-cottom/descolonizar-una-zona-de-monumentos-historicos [Consulta: Marzo de 2022]

[6] José Toribio Medina, Historia del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en xico. Santiago de Chile: Imprenta Elzeveriana, 1905, p. VI. Esta edición se encuentra digitalizada por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Disponible en: https://cd.dgb.uanl.mx/handle/201504211/11927 [Consulta: Marzo de 2022]

[7] Francisco Fernández del Castillo, Libros y libreros en el siglo XVI. México: Archivo General de la Nación, 1914.

[8] Artemio de Valle-Arizpe, Inquisición y crímenes. Valladolid: Editorial MAXTOR, 2016.

[9] “Instrucciones del Ilusionismo Señor Cardenal Inquisidor General, para la fundación de la Inquisición de México”, en Documentos inéditos o muy raros para la historia de México, publicados por Genaro García y Carlos Pereyra. Mexico: Viuda de la Librería de Charles Bouret, 1905, t. 5, anexo 35, pp. 228-235. Edición digitalizada por la Universidad Autónoma de Nuevo León. Disponible en: http://cdigital.dgb.uanl.mx/la/1020001447_C/1020001447_C.html [Consulta: Marzo de 2022]

[10] Rafael Rodríguez Contreras, “La lectura bíblica vetada en Nueva España”, Boletín del Archivo General de la Nación, Segunda época, vol. 12, núm. 1-2 (1971), p. 247-252.

[11] “Nombramientos de la Inquisición en México (1570)”, Archivo Histórico Nacional (AHN). Inquisición, Libro 352, fol. 31v.

[12] “Carta de Pedro de los Ríos al Consejo de la Suprema, Llerena 31 de julio de 1570”. Mexico. Libro primero de cartas de la Inquisición de la Nueva España, al Consejo de la Inquisición (1570-1578), AHN, L.1047. 5r.

[13] Gerardo González Reyes, “Del altepetlalli a la memoria de los hijos del pueblos”, en Memoria del Segundo Simposio sobre Historia, Sociedad y Cultura de México y América Latina, coord. Francisco Lizcano Fernández Guadalupe Yolanda Zamudio Espinosa y Gloria Camacho Pichardo. México: Centro de Investigación en Ciencias Sociales y Humanidades de la Universidad Autónoma del Estado de México, 2006, p. 87. Disponible en: https://ri.uaemex.mx/bitstream/handle/20.500.11799/67473/2do. Simposio.Completo.pdf [Consulta: Marzo de 2022]