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Un cadáver exquisito

Camilo Vargas Betancourt

La muerte - De Uploaded in FlIckr By Kesslye CC By 2.0

Un cadáver exquisito bebía vino, no era nuevo.

Era Gato Negro 9 vidas, como si supiera que tendría más a pesar de que no las tuviera.

Pensaba echado sobre la cama, la mirada perdida en el infinito en el que se encontraba.

Con esa hipócrita sonrisa que siempre reveló que pensaba más de lo que decía, que sentía más de lo mucho que parecía pensar, que presentía algo con certeza, pero nunca decía qué. Vestía la camiseta de Japón, un super-campeón. Lo fue.

Oía Radiohead, una y otra vez, bajo el fuerte brillo psicodélico de la pantalla gigante, que lo había iluminado en la profunda oscuridad en la que se sumió, aunque el sol hubiera salido y vuelto a entrar cuando lo encontré.

La música parecía relajarlo, le daba serenidad para pensar. La mirada perdida, pero fija, como si pensara más allá de lo asible para los que seguimos atrapados aquí, en el único lugar donde somos. Ser es una prisión, liberarse, un aparente salto al vacío de la inexistencia. Sartre, a quien tuvo haber leído, predicó que la existencia no tiene más sentido que aquél que le damos. Y entonces ese sentido sigue existiendo a pesar de que no estemos, en quienes sigan sabiendo de ese sentido y lo sigan validando, a pesar de nuestra ausencia. Tamaña paradoja, esa de poder reencarnar, de poder vivir después de la muerte, en aquellos que conservan el sentido que le dimos a nuestra existencia. Vivir después de la muerte, como construcción social. Demasiado afrancesado. Pasó demasiado tiempo allá, tal vez, para un colombiano que pensaba tanto.

Estudiamos juntos nueve de los once años del colegio. Debimos entrar al tiempo a la Universidad, al Rosario del segundo lustro de este milenio. Pero él no entró. Él estudiaba francés, y luego de un semestre se fue a probar suerte a Francia. No recuerdo a dónde. Y en ese semestre simplemente fue amigo de todos. Un año y medio después volvió a serlo. Cómo a alguien tan arrinconado por la presión solitaria del desespero le fluía ser amigo de tanta gente es algo que todos ignoramos.

Esa noche, había escrito y hablado toda la noche, esperando la llegada de la media noche. Había escrito a todos los amigos y las amigas. A los amores de todo tipo. Cumplió esa pesada tarea con un juicio inusitado, como si esta noche no quisiera procrastinar, como solía hacerlo. Esta noche fue juicioso. Eso habla de su decisión. Se dedicó a seguir sembrando y cosechando el sentido que fue, que sigue siendo.

La amistad era su salida, su entretención. Su puesta en escena. Que es verdad que venimos a aparentar todo el tiempo. Que solo nos asomamos levemente a nosotros mismos cuando la falta de ruido de las madrugadas nos hace pensar demasiado, caer en cuenta, en la miseria que somos. En la falta que somos. Cuando dormimos sin las máscaras que exhibimos y anunciamos todo el tiempo. Esa noche no quiso llegar a la madrugada. Tal vez, aparentemente, esperó a la media noche en punto (eso parecen indicar sus mensajes a todo el mundo). No esperó a que se asomaran esos temores, esas miserias, esa no necesidad de aparentar. Y entonces escapó. A quién sabe dónde.

Llenó su decisión de significados ocultos. Otra vez el afrancesamiento, supongo. El macondianismo también. La imposibilidad de hacer las cosas sencillas y en vez de ello gozar del absurdo, de ese exceso de sentido que aparenta su ausencia. El atractivo caos.

¿Tuvo algo que ver la fecha? Nadie sabe con certeza si fue un 6 o un 7. Del mes más corto. De aquél que siempre era el último en cumplir cada año. En todo caso el 6 es el aniversario de un grande (otro grande, pues), y todo no hace más que reforzar la razón y el significado de ese aniversario. Que los que nos quedamos aquí nos podemos dedicar a seguir dando sentidos.

Vivió y murió como un rockstar. Tal vez seis años después de lo que debería haber sido para tener sentido. Kurt Cobain, Jim Morrison, Jimi Hendrix, Janis Joplin, Amy Whinehouse, todos murieron a los 27. Incluso Basquiat, poco antes de que naciéramos él y yo, también murió a los 27. No sé si pensaría en los números. Sin embargo John Lenon murió a los 40, Chester Bennington a los 41, Scott Weiland a los 48, Chris Cornell a los 52. La edad no influye para estar en ese club. Él murió a los 33, la edad de Cristo, en quien no diría que no creyó, pero sí que desconfió. Gozó ir a Cuba, lo saben quiénes fueron con él. Y su gusto por Venezuela siempre fue enigmático y no del todo comprensible. Era de izquierda. También trabajó mucho para el Ejército, y para Presidencia. Tal vez le parecía miserable, pero hacía una labor noble en un país de miserias.

Estaba gordo, o eso parecía, cuando lo vi. Cuando lo putié. Cuando lo golpeé por hacer lo que había hecho. Cuando lo volví a golpear para despedirme por última vez, y desearle suerte. Después de hablar un rato. Yo con lágrimas de (cómo se llama esa sensación de asombro y de no saber qué hacer ahora excepto que no se puede hacer nada). ¿Asombrosa frustración? No acostumbro no poder resolver los problemas. Tal vez escribir en este aniversario es una forma mediocre de hacerlo.

Yo con lágrimas. Él con los ojos rojos, cansados de mirar al vacío. Por otro lado, siempre tenía los ojos rojos. Los ojos verdes rojos. Los grandes ojos verdes. Lo encontré, y tenía que ser así. Peleamos juntos las batallas que nuestra tonta vida nos puso al frente. A golpes y rastras contra bouncers y policías. Contra ellos tuve que escabullirme para verlo, porque un amigo no deja solo a un amigo. No sería la primera vez que tenía que ir a rescatarlo.

Alguna vez atravesé Las Cruces, ebrio, en una noche de viernes, con más amigos que también lo querían, para ir a rescatarlo de la prisión. Tuve que esperarlo hasta muy entrada la noche, solo, luego con el relevo de la familia, para liberarlo de la prisión.

Otra vez no lo desaparecieron, o no desapareció por algún absurdo accidente, porque me aferré a él cuando se lo llevaron para botarlo a un caño bogotano de aguas putrefactas, y nos tuvieron que botar a los dos. Ese día él me había jalado de los brazos para entrarme al bus al que ya no podía entrar, yo parado sobre una rueda, casi al arrancar. Ese día volvimos al abrigo de una amiga a quien no le importaba el olor a caño de las afueras de Bogotá. Ese día casi nos mata un perro, pero no era aún la hora.
 

col1im3der El jardín de la muerte de Hugo Simberg (1906) - dominio público

No era entonces raro tener que engañar a la policía que lo había apresado, que de nuevo lo atrapó y que de nuevo no quería dejarnos verlo, para poderlo encontrar y rescatar. Rescatar al menos los últimos símbolos de su memoria.

Una nota sobre Maqroll, el Gaviero. Una postal, guardada de algún viejo viaje para un momento especial. Le gustaban las postales. Tenía algunas pegadas a las paredes que lo resguardaban. Al igual que afiches. Él era muy pop rock de los 2000.

Una postal sobre Maqroll agradeciendo todo el amor, declarándose cansado, pidiendo tranquilidad, sabiendo que estaría bien. Sabiendo con quién estaría y qué estaría haciendo. Una copa de vino envenenada. La última de muchas, de dos botellas de vino exquisito, que inspiraron las felices y enigmáticas conversaciones que tuvo con todos nosotros hasta el final. El celular cargando, pegado a la pared. Supongo que para que no nos asustáramos. Para que lo encontráramos.

Igual que la música con tanto volumen en el edificio en el que yacía solo en todos sus pisos. Y yo botándole piedritas a la ventana para que se asomara. Algunas veces pasaba, yo que casi lo veía desde mi balcón, y cuando estaba asomado hablábamos como si la vida no nos hubiera separado por tantos años. Como si la vejez no hubiera reposado mucho la amistad.

Los bomberos tuvieron que irrumpir para que lo encontraran. La maraña de cables, corrientes y magnetismos no dejó tender una escalera. Hubo que irrumpir rompiendo puertas y paredes, como si profanáramos una tumba. Hubo que encontrarlo con linternas, incluso con armas (algún temor absurdo hizo que lo tuvieran que encontrar armados). Los policías judiciales lo sacaron a la calle, envuelto como una momia. Hay rituales que no cambian con los años, supongo. Los jodió hasta el final. Se quejaron de su peso. Lo subieron a una bandeja, y se fue. Para nuestra incertidumbre (no es la palabra que busco, es más bien aquella que describe la sensación de no saber qué hacer ahora, ahora que no se puede hacer nada. Inconsistencia. Incoherencia. Alguna palabra). Estaba echado, pensando, mirando a lo profundo, oyendo música. Había bebido demasiado vino, eso se notaba.

No era un buen borracho, en general. El alcohol acercaba demasiado el ser que proyectaba con el que tenía dentro, que negaba, o incomprendía. Al final se cansó de tener que jugar a ser, en vez de poder ser sencillamente, y ya. Seguramente de eso se liberó.

Tenía barba y el pelo un poco largo. Creo que nunca supo bien qué hacer con su pelo. Lo sé porque me pasa, y uno identifica a quienes pasan tensiones similares. Aunque el de él era lacio, no crespo como el mío.

Lo conocí un día de 1995, pegada la espalda a una pared, a una más de las infinitas columnas cuadradas del Circo Romano en el que pasamos aprisionados un tercio de la vida. Al menos lo convencimos de salir de allí, donde solía pasar más tiempo de lo aconsejable. Y fuimos “compas”.

Él se liberó más temprano de aquel circo. No sabría decir si “a tiempo”. Creo que demasiado temprano. En cualquier caso, fueron muchos años como compañeros de prisión, y mejores amigos. No sé por qué siempre he recordado la clase de dibujo técnico, de sexto o séptimo. Las mesas técnicas, compartidas de a dos, los butacos sueltos; la ruptura con el pupitre daba un sentido de haber crecido. De incertidumbre, porque todo cambiaba inevitablemente.

Un poco por esas fechas fue que un día se volvió “candy” (esas son revelaciones que solo pueden ser póstumas) y así me enseñó a tener criterio y güevas para no seguir a los amigos, por mejores que uno creyera que fueran, en todo lo que hacían.

La clase, y el profesor de dibujo. “Cuántos años tienes, joven Ito”. “Doce”, o algo por esa cifra le debió responder al profesor que lo pasó al frente de todos para interrogarlo, una mañana al inicio de la pesada rutina. Varios profesores comenzaban el día con reflexiones. Aún me pregunto por qué nunca tenían la valentía de hacer las reflexiones en medio del día, de pararlo todo para hacerlas. En fin. “¿Doce años más, o menos de vida?” Él abrió los ojos y pensó, como pocas veces lo vi hacerlo, pocas veces habían “corchado” su mente, que siempre parecía llena de certezas, aunque no las tuviera. Que siempre parecía saber qué decir, qué pensar al respecto. Pensaba mucho y siempre parecía tenerlo todo bajo control mentalmente. Por eso transmitía tanta confianza. Me he preguntado todo el tiempo si seguía llevando esa cuenta regresiva.
 

col1im3der Radiohead - Photomontage, created by Samuel Wiki

Transmitía confianza, y por eso era un líder inevitable. Naturales. Es duro, ahora, tener que seguir adelante sin esa guía. “¿Qué le dijo el “cuchillo”?” Me preguntó el mismo día poco después de presentar mis dibujos, con ese diminutivo que solía ponerle a casi todo para endulzar la pesada cotidianidad. Posiblemente un sesgo, un reflejo, de los diminutivos a los que siempre invitaba su apellido a quien lo escuchaba por primera vez. “Me rajó”, le dije después de pensarlo medio segundo. Otra vez esa sonrisa. Esa bendita y maldita sonrisa que tuvo hasta el final.

Nos decíamos mijín, o miji. Nos decíamos messire. Micer.

Era un “Rosarista destacado”. Un hijo ilustre del Claustro. De Los Alerces. Del Champagnat. Del Sciences Po de Burdeos. Todos esos blasones que uno no se lleva a ningún lado.

Fue una de las mentes detrás de Sal1da, un derroche quijotesco de poco pero digno talento. Siempre nos quedó faltando hacer algo con eso y ahora ya no lo podemos hacer. El tiempo marchita las posibilidades.

Siempre sentí que me hizo falta hablar más. Haber aceptado alguna u otra cerveza. No haberlas ofrecido. Fue a él a quien también le hizo falta aceptarlas. Pero es que con frecuencia despreciamos, malgastamos y no sabemos priorizar ese recurso renovable y tan valioso que es la cerveza (y su reverso, el tiempo con los amigos).

Ce cadavre exquis boira le vin nouveau. Je le sais. Je l’ai vu.

À tout à l’heure mon pote.