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¿Qué significa educar hoy?

Héctor José Arenas

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“Nadie sabe lo que valen unas facciones, el tono de una voz, un gesto, una costumbre, una sonrisa, hasta que, después de tenerlos bien vistos, desaparecen un día, raptados por la ausencia.”
Pedro Salinas
 

Los tiempos cada vez más presurosos venían siendo, desde hacía lustros, el signo de la época. Lo mejor se había convertido en cada vez más rápido. También en más grande. Los resultados de esa impronta en las conciencias, pese a no estar ocultos, no lograban pausar el ritmo frenético del quehacer cotidiano, la dureza que acorazaba los corazones y la indolencia frente al rumbo colectivo. De pronto, sin previo aviso, todo cambió.

Una entidad venida de la nada nos aturdió con la fuerza de un mazazo en la cabeza. Un golpe inadvertido sobre el mundo demolió los carriles mentales que guiaban el existir. Arrojó la febril arrogancia tecno-científica y las vacuas ilusiones de un crecimiento infinito sobre un planeta finito, frente a los espejos rotos de la bancarrota cultural y la impotencia.

La irrupción de una pandemia, hasta ahora indetenible, el subsecuente confinamiento forzado y la colosal crisis económica desencadenada, han lanzado a  millones  de seres  humanos  a los abismos de la angustia y la desesperación;  a las reacciones inmediatas para subsistir rasguñando lo necesario o evitar la quiebra. En otros casos, las nuevas realidades han abierto procesos de reflexión, allí donde las condiciones indispensables para reflexionar son aún posibles.

¿Qué nos condujo a esta situación impensada? ¿Es lo acontecido hasta el momento tan solo la antesala de desastres aún más graves? ¿Qué vendrá ahora para todos? ¿De qué o de quienes podemos fiarnos? ¿Qué deseamos ahora? ¿Qué estamos empezando a valorar en este momento?    ¿Qué estamos dispuestos a hacer para lograr lo que deseamos? ¿Cómo recibimos y cómo queremos   entregar la nave madre tierra a quienes hoy se espigan?

En los escenarios educativos, la reflexión sobre lo que sucede también suscita diversas preguntas:      ¿Emerge acaso  una  nueva conciencia sobre la educación con lo  hasta ahora sucedido?  ¿Queremos aún estudiar? ¿Qué y cómo queremos estudiar? ¿Qué significa educar hoy, cuando  se extiende la convicción sobre la improbabilidad de un retorno a la normalidad que precedió a los acontecimientos que impusieron esta pausa brutal  a una humanidad acezante?  
 
La normalidad anormal
Como era previsible que sucediera, la conmoción de la pandemia y sus consecuencias económicas  aún no han generado una metamorfosis extendida de las conciencias. Todavía una buena parte de la conciencia colectiva actúa en función de un supuesto retorno a una normalidad insostenible.

Apresado el mundo entero en una burbuja única de sentido, la energía humana se columpió a partir del siglo XX entre las exigencias crecientes de los incrementos en la productividad  y un consumismo demencial que no daba tiempo a cavilar sobre la inviabilidad del rumbo de una humanidad que, en menos de 150 años, saltó de mil hasta ocho mil millones de individuos;  y en menos de 200 años, con consecuencias devastadoras, despilfarró una energía que a la tierra le había tomado millones de años condensar.

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La dimensión comunitaria de nuestro ser singular fue atrofiada por un individualismo feroz e  incapaz de ponerse en el lugar de ese otro que eres tú mismo. El devenir colectivo fue trazado al compás  de  la confrontación que no repara en medios con tal de obtener fines. De este modo, lo que se perfilaba era inexorable. Una u otra catástrofe tendría que aparecer para despertarnos del delirio colectivo: los efectos cada vez más terribles del calentamiento global en una tierra habitada por una especie que desarrolló un modo de existir insostenible;  los estallidos de la confrontación creciente  entre el imperio mundial hasta ahora dominante y la ascendente superpotencia asiática en un planeta atenazado entre  injusticias, tensiones y conflictos no resueltos; o la irrupción de una misteriosa pandemia capaz efectuar un exterminio masivo sobre amplias franjas sociales con menor capacidad de aislarse durante periodos prolongados.

La educación, hasta este momento ocupada casi en su totalidad en habilitar para el mundo del trabajo, los negocios  y el consumo, fue guiada - en forma expresa o subrepticia-  a la tarea de  ubicar a los estudiantes, con mayor o menor fortuna, en  la escala de los  tres valores supremos del tipo de sociedad  instaurada en la tierra: dinero, fama y poder.

En muchas instituciones  se impuso la masificación y la automatización; el  privilegio de  los títulos, los exámenes y las notas. Se relegó, cuando no se olvidó, la tarea esencial señalada por Bertrand Russell: “ensanchar la mente y el corazón de los estudiantes, pero también de los profesores, mediante el examen imparcial del mundo.”  La potencia y la velocidad incontenibles de la  dinámica impuesta tampoco respetó la libertad frente al conocimiento, ni la personalidad de cada estudiante como ser único.

Ahora, cuando la fuerza objetiva de las circunstancias nos exige repensar la vida, podría no ser inoportuno cavilar  sobre  el significado de educar en estos tiempos. Considerar, por ejemplo, si el reto tecnológico y pedagógico de  la  educación virtual  debería, o no, mantener el ritmo frenético que impide el pensar y el autodescubrimiento, y obstaculiza el examen propio, sereno y reflexivo,  sobre lo que vale y lo que no vale.  
O, podríamos preguntarnos: ¿Qué pasos podemos dar para abrir un vasto proceso de  comunicación, coordinación y creación colectiva de una nueva educación  que forme las generaciones capaces de rehacer el mundo? ¿Cuáles pequeñas innovaciones podrían permitirnos avanzar en  el respeto  en los hechos  al ser singular y creador de cada estudiante?  ¿Cómo podemos  suscitar la expresión, el reconocimiento y el desarrollo de la vocación y las aptitudes de cada ser en los nuevos contextos?  ¿Cómo creamos espacios comunicativos propicios para suscitar las preguntas vitales que guían nuestras existencias en un habitar activo y no pasivo del mundo? ¿Cómo construimos  una comunicación  honesta entre seres diversos, complejos  y enfrentados al reto supremo de recrear los modos de habitar la tierra?

Más allá de las  vasijas y licuadoras
La educación que realmente  acontece en los  espacios institucionales no se cambia por  decreto. La mentalidad que aún predomina  en gran parte de los cuerpos profesorales del país es la del docente que transmite información, el  instructor  que  sabe y deposita contenidos en las cabezas recipientes y dóciles que se preparan para mandar y obedecer. En los mejores casos, decía una estudiante, se concibe  al alumno no como una vasija, sino como una licuadora, que revuelve diversos  contenidos para ofrecer  identidades  y habilidades  funcionales al sistema; el mismo sistema que ha ingresado en una fase de mutación impredecible.  No sorprende este acontecer. Ha sido la educación que  recibimos. Y  es la educación que se reproduce.

Ninguna o poca cabida, más allá de los discursos, tiene una educación para que afloren las preguntas,  acontezca  la elaboración propia de un pensar, un desear y un emprender   que broten del proceso único e  inacabable de entender mejor el mundo y  a sí mismos. Una educación que    brinde herramientas  frente a  las cadenas no ocultas, pero invisibles,  de un mundo desquiciado entre los divertimentos y la parálisis  frente a la fuerza inercial que  nos  arrastra hacia donde no quisiéramos llegar. Una educación que de verdad  ayude a desenvolver y potenciar las capacidades  de emprender y recrear la vida.

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En medio de la sobre abundante información y la dispersión con las que la vida de los estudiantes se convierte en un  penoso trajín, no pocas veces  es relegada la esencia de la educación: guiar hacia fuera  la mejor expresión que habita como potencia en cada ser.  A la vera del camino van quedando  el indispensable autodescubrimiento, la comprensión crítica  del mundo  y la maduración de  capacidades   primordiales: observar, escuchar, discurrir, dialogar, conversar, leer,  valorar, crear, emprender, expresar con la palabra viva y  escribir. Cuando esto se logra, todo lo demás viene por añadidura.

Metamorfosis de la concepción educativa
Los cambios en los planos de conciencia no se logran con recetas de aplicación uniforme en tiempos programados como puede acontecer en una fábrica. Por ejemplo, la concepción de la mujer en el patriarcado, no varía con una argumentación que revele su asimetría, desnude sus tremendas consecuencias   o nos   muestre la barbarie que significa y  engendra. La concepción de la educación como instrucción, en forma exclusiva, tampoco se modifica de la noche a la mañana, con una directiva o con un taller.

Consideramos que la buena instrucción es muy  importante. Pero decimos que la educación no se reduce a la instrucción.  Es necesario tener tiempo y espacio para conocernos, y  para elaborar un pensamiento propio sobre lo que hoy  significa vivir bien.  Estos procesos no acontecen por instrucción; pueden suscitarse a  partir del diálogo, la conversación, los métodos indirectos, la improvisación justa en el momento preciso, la elocuencia silenciosa del ejemplo.  No se puede educar para ser, sin ser para educar.

No son procesos que se desaten con el aprendizaje  de  cinco, diez o quince contenidos programáticos y  cuya recompensa pueda ser cuantificable en una nota.  Se trata de procesos personales en los que lo que está en juego es la vida misma. Exigen para su germinación un saber decantado, una observación, una escucha,  un cuidado, una delicadeza y tiempos más relacionados con la educación como arte, que como tecnología de producción en serie. Requieren un respeto real a la personalidad y la libertad de los estudiantes.
Cuando esta comunicación  acontece,  no hay lugar para forzar el estudio con el látigo de la nota porque se ama, se desea, se anhela estudiar lo que conviene a ese ser que hemos descubierto en nosotros y a ese ser que soñamos  ser. Hemos encontrado lo que nos apasiona y no hay fuerza capaz de contener el estudio que desata con esa necesidad de saber. En ese momento lo que  necesitamos son  colegas, maestros compañeros en la aventura que hemos emprendido.

Hermann Hesse, en un escrito clásico sobre El arte del ocio, nos legó preciosas  luces sobre este  asunto, basta reemplazar en la lectura del texto  la palabra “artistas” por “estudiantes”:
Entiendo por artistas todos aquellos que tienen la necesidad de sentirse vivir y crecer a sí mismos, que necesitan ser conscientes del fundamento de sus propias energías y basarse en él de acuerdo con unas leyes congénitas, sin efectuar por tanto ninguna manifestación vital ni actividad subalterna, cuya esencia y cuyos efectos no guarden con dicho fundamento la misma relación clara y razonable que, en un buen edificio, guardan la bóveda y la pared, el tejado y el pilar que lo sustenta.

El proceso de conciencia que señala Hesse, exige tiempo.
Recuperar el tiempo
“Le temps ne pardonne pas ce que l´on fait sans lui”
Nicolas Poussin

La fuerza inercial del sistema de vida  dominante nos  condujo a carecer de lo esencial: tiempo. Y, como bien señala el  extraordinario pintor francés: el tiempo no perdona lo que se hace sin él. Sobre todo, podríamos añadir,  en las tareas que no se pueden llevar a cabo sin esa dimensión, sin premuras: pensar, educar, cuidar, crear…

Pero sucede que fuimos entrenados  para, incluso, negarnos  a nosotros mismos el tiempo;  con la creencia de que el tiempo era dinero, o la idea de que hacer mucho y en menos tiempo significaba hacerlo mejor. En esa  creciente velocidad, perdimos el tiempo para sí. Prescindimos de lo más vital, necesario y precioso, enfrentándonos en una vida cada vez más  acelerada  para obtener  las mil y una  formas de lo superfluo.
Ahora, el abismo  se ha abierto  y nos exige pensar. No hemos elegido pensar. Nos hemos visto abocados  a pensar  en medio del vértigo pausado  y del crujir  producido por el quiebre de sentido sobre lo que pareciera ser una  nueva  cubierta del Titanic. Y  en ese pensar  lento, alejado de las entretenciones mediáticas,  los perfiles de   una verdad compartida se  vislumbran en medio de la bruma:  la necesidad de recuperarnos a nosotros mismos; de convertirnos en seres con tiempo.

Ahora, hemos contemplado sin maquillajes  el vacío  que  atravesaba  todo aquello que jurábamos  consistente.  Se torna claro el deber   inaplazable que nos asiste de abandonar el trajín como sinónimo de estar haciendo las cosas bien. Es tiempo de  comenzar a valorar lo que vale, dejar de valorar lo que no vale y actuar en consecuencia.