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Doctor Luis Enrique Nieto Arango (1947 – 2020)

Jaime Restrepo Zapata

Claustro

Decir algunas palabras sobre alguien que acaba de fallecer es un compromiso delicado y difícil en la mayoría de los casos.

Porque la sensibilidad adolorida puede empañar y desdibujar lo que realmente deberíamos o quisiéramos decir. Porque el tópico habitual tiende a llevarnos a los panegíricos y a los elogios desmedidos; o porque las instancias institucionales suelen generan obligaciones y compromisos… Nuestra realidad social y política abunda en ejemplos de este proceder, con frecuencia servidor de las apariencias, pero no de la verdad. Es claro que la preocupación por los elogios póstumos solo está poniendo en evidencia los vacíos reales que se quiere ocultar en el elogiado.

Pero esta dificultad, para fortuna nuestra, no se da en todos los casos. Hay personas -como el “Doctor Nieto”- cuya vida misma se convierte en la repuesta y antídoto para todos esos riesgos y peligros. Por eso, nuestra actitud ante su reciente fallecimiento debe ser -en primer lugar- de profundo y respetuoso silencio. Silencio ante una vida que merece todo nuestro respeto. Silencio ante este “paso” que acaba de darse en su existencia, culminando una tarea honestamente desarrollada a lo largo de muchos años. Silencio para alejarnos de la crítica barata y del juicio irreflexivo de quienes se consideran muy actuales y modernos, siempre poseedores de la verdad. Silencio para ver, contemplar y admirar los valores de su vida y de su ejemplo; silencio para ver con objetividad sus limitaciones, sin convertirlas en peldaños de nuestras aspiraciones. Silencio para sentir y llorar su ausencia, sin caer en aspavientos. Silencio para digerir lo que hay de perenne enseñanza en su vida y en su ejemplo. Silencio para que -quienes somos creyentes- pongamos su vida en las manos misericordiosas de Dios. Cuando una persona ha fallecido, la primera palabra que merece es nuestro silencio.

¿Qué nos han dicho estas horas de silencio, a unos días escasos de su muerte?
En primer lugar, quisiera hacer referencia al MAESTRO. Hoy lo reconocen abundantemente quienes fueron sus alumnos. El “Doctor Nieto” supo aunar el saber académico con la sabiduría que establece diferencia entre el profesor que imparte contenidos y el maestro que es facilitador en la construcción de la vida. Hay personas, como él, que siguió siendo maestro, aunque estaba ya alejado de la cátedra. Porque el ser maestro no lo dan los contenidos o los diplomas o las funciones; lo aporta la persona. Hace unos meses, cuando recorría con paso apresurado -y ya algo cansino- las dependencias del Claustro, cuando ya no estaba “en clase” y cuando los años empezaban a pesarle, seguía enseñando a quienes sabían entender su lección de dedicación infatigable, de servicio, de colaboración.

También en estos primeros días de su ausencia, me he reencontrado con el “Doctor Nieto” SERVIDOR. Sin mencionar las diferentes tareas cumplidas por él antes de esta segunda vinculación con la Universidad del Rosario, me doy cuenta de que, en su caso, no es necesario apelar al largo historial de su vinculación. Ya que la sola duración prolongada de un contrato no convierte al funcionario en servidor ni transforma el puesto en un servicio… Se daba en él, ese plus personal, que enriquecía y transformaba la acción de cada día. Entendió a cabalidad y nos mostraba en su quehacer de cada día que la autoridad solo tiene sentido cuando se ejerce como servicio a la comunidad. Podía servir y servirnos porque era un hombre sencillo y humilde.

Me atrevo a entrar, sigilosamente y de puntillas, en su intimidad personal, en búsqueda del corazón y motor de su ser y de actuar. Omito las actividades realizadas anteriormente por él en otras instituciones: de ellas podrán hablar quienes allí lo conocieron. Al mirar estos últimos lustros rosaristas, se pone en evidencia una realidad innegable: el “Doctor Nieto” era un hombre EMPAPADO EN EL AMOR A LA UNIVERSIDAD. En ocasiones como esta, es oportuno recordar el aforismo de los antiguos romanos: “No se puede amar lo que no se conoce”. Y, al mismo tiempo, traer a colación cómo otro maestro de la Universidad Salmantina -Don Miguel de Unamuno- dio vuelta a dicho aforismo, ampliando y redondeando su significado: solo se puede conocer aquello que se ama. Precisamente porque era un profundo conocedor del Colegio Mayor (historia, personajes, acontecimientos, funcionarios, riquezas artísticas, anécdotas…), tenía razones sobradas para amar su Universidad. Y porque la amaba en forma entrañable, estaba capacitado para conocerla cada vez mejor. En él, este conocimiento y el amor a la Universidad fueron inseparables. Por eso, hasta algunos mínimos detalles, cobraban para él un especial valor; lo que para muchos de nosotros era trivial, para él se convertían en datos “importantísimos”.

Y como la boca habla de lo que abunda en el corazón, le faltaban ocasiones para compartir con quien se encontrara a su paso esos conocimientos y ese amor. Es este, a mi modo de ver, el marco justo para encuadrar sus historias, sus cuentos y anécdotas; a veces, reiterativos, largos y archisabidos.

Y porque en él se daba este amor, todos los planos de su existencia diaria entre nosotros, estaban marcados por la cercanía, por el calor humano, la sencillez, la capacidad de oír y de comprender. Ni sus trayectorias anteriores, ni sus logros, ni las funciones desempeñadas, ni las distinciones recibidas lo alejaron de los demás. Lo que nos lleva a destacar su profunda HUMANIDAD, significando con este término cómo confluían en él una serie de riquezas (valores) que convierten a una persona en ícono y paradigma.

Reconstruyendo estos doce últimos años de mi contacto con él, quisiera referirme al “Doctor Nieto” como un HOMBRE DE SU TIEMPO. Esta condición es, a no dudarlo, un elogio para cualquier persona. Representa el equilibrio entre el visionario que no se ocupa sino de futuros posibles y el retrógrado que absolutiza -como mejor- todo lo pasado. Como en el mundo que nos tocó vivir se acelera la velocidad de los cambios, lo “futuro”, lo “nuevo”, lo “actual” se abalanzan sobre todos. Por lo cual no es fácil para todos responder con la misma celeridad a los cambios e innovaciones. Y me refiero a esto, porque en este aspecto radican algunas de las críticas que se le hicieron. Las fechas de nacimiento no indican ni antigüedad (y retraso) ni modernidad (y actualidad). Pensar así es ignorar datos elementales como es la construcción de la propia humanidad a través del tiempo. La constatación de su edad no puede convertirse en una descalificación. Los modernos deben tener en cuenta que la única manera de levantar con rigor las nuevas estructuras es apoyándose en las ya existentes: “No se puede amar lo que no se conoce”.

Cierro estas palabras con un abrazo entrañable. El que no le pude dar físicamente, a causa de esta dolencia que nos encierra y nos separa. Si no volvemos a verlo por los corredores del Claustro, se deberá a nuestra limitación visual, pues su espíritu seguirá orientando y enseñando. ¡Que descanse en Paz!

Recuerdo de Luis Enrique Nieto Arango
Elkin Saboyá
Conocí al Dr. Nieto desde que me hizo la entrevista laboral. Desde entonces sentí que como jefe era una persona cercana, con la mejor disposición y entusiasmo para trabajar en todos los temas. Gracias a su guía he ido orientándome en la compleja historia centenaria del Rosario. Para él todo era importantísimo y creo que esa valoración ha influido en que preste atención a todos los detalles, rescatando datos y personas para que no caigan en el olvido. El Dr. Nieto era lector fijo del blog del Archivo Histórico y colaborador espontáneo del programa radial, pero sobre todo poseía el arte de la conversación, de la anécdota y del apunte, a la manera que era común en nuestros mayores. Hernández de Alba escribió dos volúmenes de la crónica del Rosario: el Dr. Nieto la contaba y la conversaba, en los pasillos del Claustro. Eso es lo que se pierde: alguien con el don de contar historias.