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En busca del paraíso perdido

Ismael Iriarte

John Milton

“¿Por qué hemos tenido que inventar el Edén, vivir sumergido en la nostalgia de un paraíso perdido, para compensar las utopías, proponer un futuro para nosotros?”.
Julio Cortázar

Como sucede con la mayoría de las grandes capitales, con frecuencia una reflexión sobre Bogotá sugiere la noción de un ruidoso engranaje que nunca se detiene. Puestos en esta labor, tampoco resulta extraño que sus habitantes experimentemos una extraña sensación de expolio, difícil de explicar con palabras, pero cuyo origen puede encontrarse en el colosal amasijo de culturas y tradiciones que pueblan sus calles y que han convertido a esta ciudad en lugar de todos y de nadie, evocando el verdadero significado del paraíso perdido.

Amada y odiada, esta gigantesca estructura hecha de cemento y sueños, que dista mucho de la concepción idílica de una interminable llanura con vegetación exuberante, es el escenario perfecto para descubrir el porqué de la nostalgia que nos produce ese lugar íntimo y sagrado. Lejos de una búsqueda con tintes arqueológico, su origen puede encontrarse en los detalles más insospechados, una fotografía, una canción, una receta casera, un leve aroma, o simplemente el calor de un abrazo.

Ese anhelado y etéreo Olimpo compuesto por selectivos recuerdos, creencias y quimeras, pero sobre todo por la secreta obligación de reparar el resultado de ancestrales derrotas impuestas por la historia, o por lo que algunos llaman sino, ha nacido de la necesidad de creer en la existencia de un estado mejor. Escapar de la realidad aunque sea en los más recónditos deseos, parece ser la consigna que ha llevado por siglos a los hombres al lugar común de su búsqueda.

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Muchos autores nos han hecho añorarlo y creer con la posibilidad de alcanzarlo. Desde el relato bíblico que todos hemos conocido, pasando por el poema genesíaco de John Milton, hasta llegar a nuestros días, en los que el concepto del desarraigo ha perdurado, aunque en cierta medida se ha transformado y hoy es posible apreciarlo, devenido en la idea menos esperanzadora del exilio.

Generaciones enteras de escritores expatriados luego de la Guerra Civil Española y su consecuente represión política, entre los que se destacan Juan Ramón Jiménez y José Ortega y Gasset, solo por citar algunos nombres, encarnan el sentimiento de los que han sido despojados de su terruño. De la misma forma en la que decenas de autores latinoamericanos ahuyentados por los regímenes autoritarios, escribieron sus mejores páginas alejados de la patria, entre los que sobresale la figura de Julio Cortázar, quien describe el exilio como “una muerte inconcebiblemente horrible, que se sigue viviendo conscientemente”.

Aunque probablemente ningún escritor haya trazado un reducto tan hermoso y a la vez siniestro como Jean-Marie Gustave Le Clézio, en su novela La cuarentena. Por medio de la voz del joven León y su intento de llegar junto a su hermano y su cuñada a la Isla de Mauricio, se nos presenta una persecución casi obsesiva de los propios orígenes, que se encontrarán en medio de la desesperación y de un puñado de piras ardientes en la Isla de Gabriel.

Sin embargo, a pesar de que por momentos este terreno parece ser patrimonio exclusivo de la literatura, otras formas de expresión, en especial la pintura han ahondado en sus profundidades. Más allá del venerado Jardín de las delicias de El Bosco, vienen a mi mente las cuidadas formas del Renoir, las impresiones del amanecer de Monet, o las melancólicas escenas de las islas del pacífico de Max Pechstein, que por demás se ajustan a la ortodoxia del concepto.

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Lo anterior nos recuerda que la belleza, con la relatividad que su mención implica, es en muchas ocasiones el camino más fácil para llegar al lugar pretendido. Sin embargo, esta no es una ruta que se revele a dos personas de la misma forma, pues depende de una infinidad de factores ligados a la sensibilidad, a la coyuntura o a las razones que motivan la búsqueda personal.

Queda claro que no es necesario recurrir a tan ilustres nombres para encontrarse en estos codiciados recintos. La cotidianidad está llena de ellos y es precisamente en esa capacidad de identificarlos, habitarlos y perderlos en el momento oportuno, para luego volver a hallarlos, en la que radica el encanto del paraíso perdido, en el que después de sortear innumerables bifurcaciones, me encuentro -aunque sea por algunos minutos- al terminar estas líneas, al ritmo de The river of dreams de Billy Joel.

“Al cabo de los años he observado que la belleza, como la felicidad, es frecuente. No pasa un día en que no estemos, un instante, en el paraíso”.
Jorge Luis Borges