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Alejandro Obregón, el toro español que agoniza en la américa

Felipe Cardona

portada

El artista apura la botella de ron mientras se entrega a sus pensamientos. Se sienta de cara al mar y se estremece por el acoso del viento costero. Es cierto que está casi ciego, pero con los ojos del alma ve como una romería de fantasmas se cuela por los zaguanes de la casa.

No son los carnavales que comienzan, ya no hay dudas, todo apunta a la infame procesión de la agonía. Las sombras tutelares de su existencia, esos que fueron sus amigos, hoy reducidos en la memoria a unos cuantos gestos, como la forma de espantar un abejorro o de comerse un arroz de chipichipi, vienen a darle la bienvenida.

Sabe que es definitivo, pronto entrara con los suyos a ese campo desconcertante de la anécdota, pero ¿por qué ha de conformarse? La anécdota es una criatura tibia y desvalida, mejor optar por la leyenda, por la gesta memorable, por el toque de midas que transforma todo lo que toca. Todo estaría resuelto si tan sólo lograra la imagen que perpetuara los ademanes de su existencia, ese trazo sin vacilaciones, siempre fiel a su temperamento. Por eso vuelve al trabajo, y empieza a pintar, nunca es demasiado para el artista, siempre hay un as bajo la manga, una trampa contra la vida que se escapa como agua entre las manos.

Ese valor incorruptible de pintar toda la vida, incluso en la antesala de la muerte es lo que hace a un artista memorable. Alejandro Obregón sabe que la genialidad es disciplina y como Picasso quiere que la inspiración no lo agarre desprevenido sino en medio del trabajo. Es abril de 1992, y el pintor empotrado en la terraza de su casa en la calle de la Factoría sobre la costa cartagenera, hace su último intento y pinta su obra final titulada: Mar de leva. Cuadro que en agosto de ese año iba a exponer en una retrospectiva organizada en su natal Barcelona. Evento que no se realizó y que hubiera sido según palabras de mismo pintor: Un epílogo tajante de su larga trayectoria.

Ahora, tan cerca de la muerte, Alejandro Obregón se siente satisfecho, pero preocupado de encontrarse ante un panorama desolador en la plástica colombiana. No hay nadie que justifique su apuesta, ¿dónde quedó la ambición de la juventud? ¿Dónde el grito airado? El arte que se hace en el país carece de ambiciones y los artistas caen seducidos por las modas europeas. Obregón presiente que no habrá en mucho tiempo un pintor que convulsione los ánimos de la nación, y tiene razón: con él y los otros artistas trascendentales que murieron en la primera mitad de la década del 90, como Lorenzo Jaramillo, Luis Caballero y Juan Antonio Roda, el arte ingresa en un declive abrumador, los años pasan y los artistas venideros no logran romper el cerco de la marginalidad con obras significativas.

Por eso en su tiempo para despedirse del mundo, es menester hacer la venia y dar gracias al destino por haberle permitido el placer de haber sido parte de una de las generaciones más prominentes del arte colombiano, y no sólo en el arte sino en todos los ámbitos de la cultura colombiana.  El artista cierra los ojos para ver a Álvaro Cepeda Samudio, el “nene”, dándose una “manito de alcohol” en compañía de Gabo y Feliza Burtztyn en el legendario bar “La Cueva” del centro de Barranquilla. A su lado puede verse a sí mismo jugando a Guillermo Tell con el escritor Eduardo Nila usando botellas de cerveza vacías, o poniéndole una de ron en la cabeza a un Efraín Ponche, dormido y embriagado sobre la mesa.  Allí está de nuevo, en sus gloriosos años de juventud, ansioso de triunfo y rodeado de las mentes privilegiadas de su generación.

De pronto se encuentra en 1947, allí está parado frente a su primera obra de carácter transgresor a la que titulará pez dorado. Sus manos vuelven a ser tersas y sus cabellos recuperan el dorado que hizo estragos entre las jovencitas bogotanas. Es un costeño en la lejana Bogotá.  Revive de nuevo ese momento tutelar en su carrera. Es a partir de esa pintura que su vida toma un giro. Renuncia a su cargo de director de la Escuela de Bellas Artes en Bogotá, donde ganaba la suma considerable de 400 pesos de la época y se dirige a Barranquilla. Desde allí esgrime sus postulados vitales y pictóricos: El trazo se torna palpitante y la naturaleza estalla en una fuerza intensa y triunfante. Obregón reacciona contra el pudor mineral del arte académico e impone una retórica que se ampara en la fluidez y la vivacidad. Asume la tarea de combatir los criterios tradicionales en el arte, a los que considera una barrera contra las tempestades de la intuición.

Sin saberlo el joven Obregón se suma a la iniciativa de otros pintores latinoamericanos que apuestan por algo similar, participan de una revolución silenciosa e insular y emprenden un viaje sin anclajes ni pudores para reinventar la imagen pictórica. La perspectiva se contorsiona, el color se dilata, la figura se desintegra siguiendo la incisiva voluntad del pincel. Atrás quedan los tiempos del arte servil a la empresa evangelizadora o como espejo de los valores heroicos de los caudillos nacionales. Ahora el quehacer artístico es una odisea personal que muchas veces raya con la egolatría, en Chile Roberto Matta empieza a experimentar con la luz, en Cuba Wilfredo Lam empieza a pintar su serie de tótems precolombinos y en México, Tamayo se sacude de la influencia muralista y emprende su camino hacia la abstracción.  

El pintor abre los ojos en el presente, está sólo con sus evocaciones. Sus amigos ya fallecidos ahora le hablan a través de los libros, esto se debe a su predilección por la poesía. El mismo cree que es un poeta extraviado en el mundo de la pintura. En una entrevista diría:  A mí me ha gustado tener amigos poetas porque es más fácil perdonarles cualquier vaina. Pero es que siento además como si les debiera algo. Tengo la teoría de que en este lio de la pintura mi generación me ayudó mucho… Cote, Gaitán Durán, Alfonso Fuenmayor.

Tras un largo viaje a los Estados Unidos con la esperanza de que los adelantos médicos pudieran curarlo de un tumor cerebral, Alejandro había vuelto a Colombia en febrero de ese año sin encontrar solución. La suerte estaba echada, venía como el toro español a morir bajo la altísima mirada de los cóndores que coronan los andes. Volvía a darle rienda a la que fuese su apuesta en la pintura: los animales totémicos, que representan al foráneo y el nativo enfrentados en una batalla por un espacio vital. Como el bastión de una nueva reconquista Obregón pisaba la costa cartagenera. España volvía de nuevo, pero esta vez más luminosa y apartada de toda barbarie, dispuesta a una reyerta de ademanes poéticos con la cultura de la América.