Skip to main content

¡Coño, que buen nombre para un pintor !

Felipe Cardona

logo-nova-et-vetera-color

Con un trago de ron tres esquinas y un baño de abrazos, Alejandro Obregón es recibido en el aeropuerto de Barranquilla en febrero de 1957. Regresa de una estadía de 4 años en el viejo mundo. Alfonso Fuenmayor, Gabriel García Márquez, Álvaro Cepeda Samudio y otros amigos lo invitan a comer sancocho en una de sus tiendas preferidas cerca al barrio La Perla en el centro de la ciudad. El recién llegado no dice nada sino que se monta de inmediato en la camioneta del grupo, usada para los viajes a la ciénaga para ir de caza. En menos de un minuto, todo un rosario de amigos inunda el vehículo, que parte dejando una estela de bulla en el tranquilo mediodía costeño.

Tras un almuerzo ansiado, Obregón se siente de nuevo en casa, siempre dijo sentirse más colombiano que español, su temperamento carnavalesco, de clima tropical, contradice el arquetipo del hombre europeo. Él es todo de “mar”, de “ron”, de “resaca”, de “pesca”, de “mamar gallo” y de darse “trompadas”. Pese a su  porte de corsario español, que lo llevó a participar de actor de reparto en la película “Quemada” con Marlon Brando en 1969,  Obregón es colombiano en todo lo que lo conforma y su pintura es un reclamo a la nacionalidad que quiso pero que el destino le negó.

Como es de esperarse, el artista no se conforma con el sancocho e invita a sus amigos a su estudio en la azotea del edificio Muvdi en el centro de Barranquilla, para seguir la celebración. Instalados en la azotea, que según sus amigos más cercanos parecía el laboratorio de un científico desequilibrado por la ingente cantidad de cráneos de venado, destapan las botellas e inician una lidia con las confidencias y el alcohol.

Entre vasos colmados y cigarrillos, Alfonso Mayor recuerda la copiosa correspondencia que el pintor le escribía con esmero desde Alba de la Romaine, un pueblito venido a menos en las afueras de París, que muchos aseguraban era una especie de Pompeya francesa. Allí Alejandro tenía una casa que servía de estación de paso para los artistas desfavorecidos que se sumaban a la aventura romántica de conquistar Europa. Las cartas son un testimonio austero de las precariedades económicas que sacudieron al artista y sus protegidos. Cuenta el pintor por ejemplo que comía frijoles durante semanas para entorpecer esa prorrogada convivencia con la inanición  y que sobrevivía haciendo lápidas en el cementerio local.

La pintora mexicana Frida Kahlo era  una visitante asidua de la casa. Le fascinaba la desolación mística y mediterránea del lugar y sus alrededores. Constantemente le decía al pintor que no la fuera a vender. “sí lo haces será el error más grande de tu vida”, le repetía. Al final Obregón hizo caso omiso a los consejos de su amiga, vendió la casa y regresó a Colombia a continuar su carrera artística.

Dos noticias trae el pintor del viejo continente: La primera es que se divorció de su mujer Sonia Osorio, y la segunda es que conoció a Picasso en 1954. El divorcio fue un respiro en su vida como diría más tarde, ya que Sonia se oponía a su carrera de pintor y prefería que se dedicara al negocio de la familia Obregón: la industria de las telas. Respecto a Picasso, tuvo una experiencia que sería consignada en los anales de la historia del arte: Alejandro Obregón fue a conocer al maestro en su estudio de Montparnasse en las afueras de París y cuando le dijo su nombre a Picasso, éste le estiró la mano y le dijo: ¿Obregón? ¡Coño, que buen nombre para un pintor!