Skip to main content

TEOCH

Jairo Hernán Ortega Ortega, MD

TEOCH

Aquí, detrás de las aceradas y gruesas rejas de la fría, mohosa y asfixiante celda 5342, en la Cárcel de Máxima Seguridad de Karupa, trato de recordar el día cuando TEOCH, el Dios de la Tecnología, me poseyó.

Ese día, atrapado en mi desordenada cama por el ulular alarmante del smartphone que titilaba en las 04:30 a.m., estiré mi cuerpo desde la coronilla hasta los talones y con el aplauso de las palmas las luces multicolores LED de la habitación, al iluminarse, castigaron mi retina y el sistema de audio MHC-GT5 laceró mis oídos. Empezaba de nuevo la rutina.

“3, 5, 4, 2 carrito”, fue la contraseña que marqué en la ducha para que, de manera automática, se desprendiera la lluvia de la regadera a temperatura corporal y al ritmo de la música debido a las tecnologías Sound Pressure Horn y Digital Sound Enhencement (DSEE) para reproducir y optimizar los archivos digitales de música MP3, ACC, ATRAC y WMA. La rasuradora electrónica ya había descuartizado los pocos pelillos que recordaban mi género. El remolino del cepillo dental de pilas taladraba mis encías. Splash de loción, traje y corbata. Ante la puerta de acceso del garaje el pronunciar  ábrete sésamo permitió que ingresara hasta el coche.

 

“Carrito 2, 4, 5, 3”  fue la clave que digité para que el motor prendiera. Rumbo por la highway hasta la office. Una vez aparcado el coche, las huellas del pulgar izquierdo permiten que acceda al empotrado ascensor de cristal; ya en el piso 37 el identificador de iris, detectando el verde de mis ojos, ordena que las puertas abran.

En la comodidad de la silla ergonómica me acomodo los anteojos presbicianos para revisar el correo electrónico, hay 7492 mensajes nuevos y 5138 no deseados. Acomodo la negra melena que desde el colegio me ha gustado llevar y empiezo a responder. Al teclear experimento un corrientazo desde los pulpejos de los dedos, pasando por las muñecas y el codo, hasta llegar a concentrarse en los hombros.

Seco el sudor frío que pasa por mi amplia frente y un impulso inconsciente me tortura para seguir digitando, respondiendo febril y fabrilmente los cibercorreos. Noelia, mi asistente, entra vistiendo unos pegados chiclets que refuerzan sus operadas formas haciéndome querer, por segundos, invitarla a la disco en la noche.

- Recuerde el comité con el gran jefe pluma blanca. Me increpa con tono mielmostaza y sale dejando impregnada la oficina de Carolina Herrera 212.

 

El bip pip del smartphone serie A insinúa que hay nuevos mensajes entrando. Una extraña desazón me invade, como un deja vu pero en reversa; no soy yo,  no quiero dejar de contestar los e-mail recibidos ni delegar tal función. Con agilidad de mecanotaquígrafa respondo y respondo y respondo los mensajes. Quiero quedar al día, que hasta la papelera quede vacía. Que mi alma quede pura, cristalina, sin conexión alguna a la red. Ya hasta de las app estoy hastiado.

Un recuadro aparece en pantalla, de nuevo el jefe recriminando mi ausencia en la junta. Me da segundos para aparecer. Lo ignoro, mi única misión es responder incluso los mensajes de texto y borrar. Borrar el correo no deseado, y el deseado también.  Digitar o morir es lo que me dicta la conciencia.

El monitor parpadea y aparece un mensaje con letras de fuego sobre fondo negro: "Estás poseído por TEOCH, nuestro Dios; la complejidad websiana no te permitirá pensar, sólo lo elemental te salvará". - Otro mensaje más para responder, pienso. Doy click en intro y la pantalla retorna al listado de correos. El raro mensaje no me parece amigable, sin embargo recuerdo que estos sistemas tienen la particularidad de cifrar conversaciones y entablar comunicaciones codificadas con protocolos. Es posible que esté usando el protocolo de código abierto XMPP.

El jefe vuelve a entrometerse con un mensaje de advertencia: "O la compañía o  la renuncia, en esta empresa las órdenes son para cumplirlas".  Retorno a mi empeño impulsivo de digitar para responder los miles de correos represados, y borrar lo inservible, pero me siento impotente de cumplir. Por segundos pasa por mis neuronas la necesidad de ser un hacker para autodestruir todos los mensajes después de un tiempo determinado, por ejemplo, desde tres segundos, como en Snapchat, hasta seis días. Agarro el maletín de mano que guarda el portátil y desajustando la corbata Hermes corro abandonando la oficina. Sin entender me encuentro fuera del edificio.

Atravieso la avenida llegando al parque del caño. Al sentarme sobre el pasto el aire puro alivia mi piel. De manera instintiva he sacado el portátil y vuelvo a la tarea de responder los múltiples mensajes, y eliminar. Brilla en la pantalla la interfaz marcada por colores vivos ya que soporta animaciones gif. Sin embargo, mi irrefrenable impulso es el de eliminar todo lo almacenado, incluido lo que esté en la nube. Respiro como un perro sediento y de los pulpejos de mis dedos brota sangre; el dolor impide que oprima más teclas por lo cual me valgo del lápiz óptico.

 

El resplandor emitido por un ovoide y nacarado objeto distrae la dolorosa labor. Está cerca a la irregular y no muy pura corriente de agua que circula por el caño. Lo levanto, es una piedra, bonita, no tan pesada, apenas sobresale de la convexa palma de mi mano. Es densa. Viene a mi memoria cuando con mi padre recogía caracolas en la playa. Es un objeto elemental.

Mi cerebro recordó el pantallazo de letras de fuego: "TEOCH te ha invadido, te domina; sólo lo elemental te salvará". El tono de timbre del celular interrumpe la elucubración; lo saco del bolsillo trasero del pantalón y allí deslumbra de nuevo, en el monitor de 5,6 millones de pixeles, el mensaje del intenso jefe. Con primitivo reflejo estrello la piedra contra la pantalla la cual vomita vidrios y un líquido mercurial verdoso, con seguridad del procesador A9X. Con saña liberadora también la emprendo a pedradas contra el portátil hasta ver brotar el interior de sus microcircuitos, los cuales le permitían editar tres videos en resolución 4K al tiempo, o manipular el plano de Autocad de una ciudad con millones de capas, sin despelucarse. Miro la piedra, no tiene ni un rasguño, sigue prístina.

Asiendo, con ternura, la elemental roca entre las dos manos corro hacia la oficina. Con inusitada fuerza la piedra, ya en mi mano derecha, tritura los cristales del elevador. En la compañía, ante las miradas sin sentido de Noelia y los demás compañeros de trabajo, la emprendo contra los teclados, impresoras, monitores y cuanto artefacto cibernético se me va cruzando en el camino. Me siento como todo un emprendedor ya que he ideado la Stone Touch.

El gran jefe, cuya lustrosa y extensa calva me recuerda una pista de aeropuerto, y cuyo cerebro siempre he considerado que no puede almacenar ni ejecutar más de 16 GB, se acerca vociferando incoherencias y con un móvil de última generación en su mano izquierda, de los que tienen teclado Smart Keyboard, se aproxima permitiendo que, tras un duro forcejeo, impacte la sencilla piedra contra la compleja maquinita. Siete guardas de seguridad me reducen mientras oculto la piedra en el bolsillo trasero del pantalón.

Lo demás es historia. Sin embargo, en el silencio de la celda, cuando la oscuridad domina el penal, busco bajo la acartonada almohada y contemplo la nacarada piedra. No pierdo la esperanza que tengo de, algún día, poder estrellarla contra el disco duro que se oculta dentro de los huesos de mi cráneo.