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Literatura y realidad

David Santiago Mena Luengas

Literatura y realidad

¿Por qué la aversión hacia las ciencias sociales, las humanidades o las artes? ¿Por qué no, siempre y mil veces no, la literatura? ¿Por qué sobre ella, en particular, recae una constante y pública opinión que la condena a las migajas y a la hambruna?

Es casi que una ley que el gesto, la disposición del cuerpo que nos escanea, sea de condescendencia o, incluso, pesar, ante la noticia de que se dedica uno (o planea dedicarse) al estudio de las humanidades. Es, de nuevo, la mirada complaciente y benévola de los adultos que se posa sobre los niños, inocentes e ilusionados, que preguntan por el destino de las estrellas o por qué la luna los persigue mientras el carro rueda.

Me interesa, específicamente, el caso de la literatura. Es así que, en cuanto a las preguntas planteadas hace un momento, adelanto una respuesta: todo se trata de tiempos y velocidades. Una sociedad globalizada, una sociedad de producción, tiene, como alimento básico y fundamental, al tiempo. Antes del capitalismo, no existían los relojes de pulsera, era la iglesia la que daba la hora. Siempre el mejor, ya sea en los negocios, en los deportes, etc, será el que consiga hacer lo que se propone de la mejor manera y en el menor tiempo posible. Los negocios, los proyectos, los equipos, las ciudades, las personas, fracasan cuando, en un determinado intervalo de tiempo, no hicieron lo que se esperaba de ellas, no produjeron lo que se esperaba que produjeran. Para consumir, hay que producir; por eso hablo de sociedad de producción, no de consumo. Cada actividad, cada movimiento, está exhortado a producir. Si al ocio se lo sataniza, es porque no produce nada; si a la literatura se la discrimina, es porque es considerada ocio. A la filosofía, comúnmente, la meten en el mismo paquete. La literatura y la filosofía, tardan (¡y consumen!) demasiado tiempo sin producir nada. Ellas mismas han sabido entrar en esa dinámica mercantilizada. En filosofía, son pocos y pocas los y las que se atreven a presentar un libro de 200 páginas que resuma su trabajo de los últimos años; en cambio, se publican artículos académicos, de máximo 30 páginas, que den respuestas precisas a problemas precisos: se produce conocimiento. La literatura testimonial, es decir, libros de autoayuda o de personajes famosos contando cómo, cuándo y dónde llegaron al éxito, tiene sentido y validez porque propone una solución concisa en un poco más de 100 páginas; no es una coincidencia que se la oferte en los supermercados, al lado de los chicles, unos pasos antes de las cajas registradoras. Solo existen dos alternativas para la literatura: o se la tiene por actividad ociosa (hobbie, pasatiempo de fin de semana); o se la menosprecia por inservible en términos sociales (no aporta nada, está alejada, recluida en torres y palacios). Aquí, quiero refutar la segunda crítica.
 
Si en algo ha aportado, para entender el mundo, el trabajo filosófico de autores como Deleuze, Foucault (sociedades de control, sociedades disciplinarias) e Iris Marion Young (formas de la opresión), es en afirmar que la política lo permea todo. Decir que todo es político no significa afirmar que, en cada palabra, en cada gesto, esté escondido un proyecto o unos ideales políticos. Hacer esa afirmación significa que, en cada ademán, en cada suspiro, se ejerce, se pierde o se gana poder: todo momento, todo lugar, es atravesado por el poder. La política es, en efecto, el ejercicio del poder.

Para Rancière, filósofo francés, la política está en la base de toda sociedad y permea la actividad y la historia de toda sociedad. En una comunidad determinada, es la política la que define quién tiene la palabra (ciudadano, hombre blanco, con propiedad) y quién desea, con el grito, ganarla (mujeres, esclavos, campesinos); es ella la que se encarga de la distribución y la redistribución “de los espacios y de los tiempos, de los lugares y de las identidades, de la palabra y del ruido, de lo visible y lo invisible”[1] (Rancière, 2007, pág. 12)). Es, en ese sentido, que la política se encarga del reparto de lo sensible; ella establece lo que se puede decir y lo que no, lo que se puede ver y lo que no, lo que se puede pensar y lo que no, lo que se puede entender y lo que no. La política es, entonces, un terreno de litigio: sujetos y grupos luchan por modificar ese reparto establecido de lo sensible (status quo, si se quiere).

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Una de las herramientas que influye en la modificación, parcial o desgarradora, del reparto de lo sensible es, precisamente, la literatura: ella es una expresión política que interviene “en esa relación entre las prácticas, las formas de visibilidad y los modos de decir que recortan uno o varios mundos comunes”[2] (Rancière, 2007, pág. 12). Si apagamos los reflectores que, por azar, se posan sobre ella y la miramos desnuda, encontramos que la literatura es, nada más y nada menos, que palabras, frases y signos que se suceden, simples enunciados. Si la literatura no vale, la palabra, por ende, tampoco. Pero, en realidad, sucede todo lo contrario. Son las palabras, los enunciados, los que devienen en slogans publicitarios, vallas y anuncios enormes en las calles, en los televisores, en los celulares, informando o invitando a consumir: “¡Aprovecha esta semana de súper descuento!”, “¡Solo hoy! Prendas y ropa interior femenina a mitad de precio”, “Próxima parada: Calle 85”, “#QuédateEnCasa”. Los ejemplos son infinitos. 
 
Se quiera o no, es el lenguaje el motor de nuestro día a día; él moldea, modifica, invita, prohíbe, inunda nuestro cuerpo y lo conduce a actuar: la Biblia es lenguaje, la Constitución de 1991 es lenguaje. Separados del origen donde fuimos uno con nuestra madre, donde hicimos y conformamos parte de un todo, disecado nuestro cordón umbilical, el lenguaje es el único instrumento que nos permite tender puentes entre los abismos que nos separan; nos permite compartir espacios, experiencias, costumbres. Es, por ende, lo que nos constituye como comunidad política. Precisamente, al ser lenguaje, “los enunciados políticos o literarios tienen efecto sobre lo real” (Rancière, El reparto de lo sensible, 2009, pág. 49).  Al momento de sentarnos a escribir o leer, habitamos la casa del lenguaje: en ella nos vemos reflejados en todos sus laberintos de espejos, nos confundimos de forma y de características, nos mezclamos, nos diluimos. La escritura y la lectura son devenir:
 
Devenir no es alcanzar una forma (identificación, imitación, Mimesis), sino encontrar la zona de vecindad, de indiscernibilidad o de indiferenciación tal que ya no quepa distinguirse de una mujer, de un animal o de una molécula (Deleuze, 1996, pág. 5).

La palabra es aquello que nos eyecta hacia el otro, hacia el encuentro con el otro y que, casi siempre, logra reunirnos, convertirnos en el otro. Al leer, al escribir, devenimos otro: el hombre que se pasea por el Paraíso, el Infierno o el Purgatorio; la mujer que se suicida porque el amor no se parece a nada de lo que ha leído en los libros; los niños que roban, dicen groserías, trabajan; los ojos que observan como llueven flores amarillas. 

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Por su parte, la guerra tiene la capacidad de ser la mamá o el papá más severos que nos gritan enfurecidos y nos encierran a todos en nuestros cuartos, asustados por la ira, por la amenaza de golpes y heridas. La guerra es la total descomunicación, la soledad absoluta, el silencio absoluto: los muertos no hablan; los que quedan, solo consiguen llorar a los muertos. El llanto es la última uña que se cuelga del barranco, el último recurso que permite hacerle entender, al que nos observa llorar, que hay mucho que decir pero que estamos ahogados, que nos desmoronamos, que caemos. Colombia es un país en guerra: agrietado, enfrentado, de pueblos abandonados, colmados de silencio y balas incrustadas en las paredes. El odio es ignorancia, el odio es la seguridad de que solo lo que yo siento es válido, que el otro no tiene lugar aquí: que no me hable, que ni me mire. La paz no es otra cosa que la voluntad de que los problemas se resuelvan dialogando, escuchando al otro, tratando de entender al otro.
 
La literatura, al ser lenguaje, tiene esa capacidad de hacernos capaces de devenir otros, pensar y sentir como otros. La literatura nos transforma, nos pone en el lugar del enamorado, del olvidado, de la víctima, del asesino; nos permite entender sus motivaciones, sus dolores, sus vacíos. Al convertirnos en otros, al entender a otros, nosotros mismos, devueltos al lugar donde nos paramos, sobrellevamos cambios: las palabras nos han atravesado, no podremos comportarnos igual. Al transformarnos en otros, es toda una sociedad que puede llegar a transformarse, es otra comunidad la que puede nacer. La literatura, en Colombia, nos puede permitir el acceder a nuevas maneras, más incluyentes, más empáticas y menos sangrientas, de estar y sentir, de ver y de pensar. En conclusión, “el hombre es un animal político porque es un animal literario, que se deja desviar de su destino “natural” por el poder de las palabras” (Rancière, El reparto de lo sensible, 2009, pág. 50).

Bibliografía
Deleuze, G. (1996). Crítica y Clínica. Barcelona: Editorial Anagrama.
Rancière, J. (2007). Politique de la littérature. París: Éditions Gallilée.
Rancière, J. (2009). El reparto de lo sensible. Santiago de Chile: LOM Ediciones.