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La poesía de María del Pilar Paramero: un refugio contra el ego

Felipe Cardona

La poesía de María del Pilar

"Si un día no me encuentras, no me busques en páginas de un diario. Búscame en el canto de los pájaros y en la arcilla tibia que me llamó porque parte de mi le pertenece."
Maria del Pilar Paramero

Refugiarse es una manera poco convencional de salvación. Preferimos el furor de la batalla, la experiencia dislocada.  Queremos exponernos a través de la palabra, pulverizar al silencio enemigo con el vigor de nuestra rareza. Pocas escritoras colombianas escapan a esta aparatosa exhibición de su propia intimidad, entre ellas María del Pilar Paramero. Su poesía carece de valoraciones, es un camino sin espejos. Sin embargo, el lector no echa de menos estos reflejos de la creadora, por el contrario, esta circulación entre las sombras concede a su obra una posibilidad expresiva ajena a las servidumbres del yo, donde la palabra obtiene una fuerza que amplía su margen de operación.

En esta emancipación expresiva desemboca en una mirada ajena a toda intención revolucionaria. Su poesía se torna marginal porque rompe con la tendencia del panorama actual de la poesía femenina colombiana donde prima una modulación ligada a la insurrección. Maria del Pilar abandona la pretensión de ser vanguardista en un mundo sediento de novedad, y en esta vía se salva de caer en esas expresiones de ruptura que en ocasiones se vuelven confusas e inoperantes.  La escritora no quiere pulverizar un hito para fundar uno nuevo, por el contrario, en vez de fomentar la distancia, su proyecto poético tiene el afán de construir una cercanía, su obra es una travesía hacía lo esencial, hacía una reconciliación entre el hombre y su entorno natural.

La palabra es para Maria del Pilar una forma de compartir ese privilegio de habitar en medio del prodigio natural.  No sobra anotar que sus versos germinaron bajo el cielo de la cordillera andina cundiboyacense, un espacio lleno de ensoñación donde todavía es posible el deleite de una vida simple bajo el lindante sortilegio de la naturaleza.  La poeta se abastece entonces de este afortunado escenario para cimentar una obra poética donde descifra los oficios de lo natural y desentraña esas pequeñas hazañas que son ajenas a nuestra singularidad humana. Cabe destacar además que esta constatación del mundo natural no se asocia a una proyección del ego a pesar de ser una selección voluntaria, esto sobre todo porque no hay huellas de identidad o valoraciones éticas que enturbien el espectáculo. Las palabras del poeta cubano José Martí parecen validar el quehacer poético de la autora: “El universo habla mejor que el hombre”.

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Es inevitable entonces que sus versos hablen de ese mundo inalterado y diáfano donde el hombre sólo puede cumplir el rol de testificar su asombro ante la naturaleza.  Maria del Pilar se vuelve subsidiaria de esa discreta armonía del silencio y edifica su obra con la geometría del susurro.  Cada verso parece confiarnos esos secretos de la naturaleza que permanecen invisibles a los sentidos. La obra emerge con tal nitidez que, esa sentencia que anticipa Heráclito respecto a la naturaleza y su gusto por ocultarse, parece quedarse corta. Si bien no se trata de un acercamiento racional, a través de la intuición poética se logra un entendimiento que de alguna manera nos sirve de amparo ante la angustia de la incertidumbre.

Su obra se convierte entonces en una metáfora de lo humano a través de la exaltación de sus potencias ocultas. Más allá de la verdad o el afán de interpretación, cada elemento que puebla el espacio abandona su quietud animando por la acción del verbo, se establece así una suerte de teatralidad donde el hombre y la naturaleza superan esa distancia para reencontrarse. La expresión adquiere una dimensión edénica, donde se retorna a ese equilibrio blindado contra los desaires de la degradación. Es pues un viaje hacia lo primario, donde el presente se glorifica a través de esos instantes que escapan a la corrupción del tiempo, es el conjuro de un ciclo que se repite una y otra vez validando la magia de lo inagotable.

Maria del Pilar establece así un gesto de benevolencia con el lector, quiere que su obra produzca apaciguamiento. Cada uno de sus poemas es una invitación a una contemplación ajena a la ferocidad del sentimiento o el intelecto. Sin embargo, aunque sus trabajos se escondan bajo el velo de lo simbólico, tienen un profundo dramatismo, no encontramos enunciados cerrados ni previsibles, la experiencia lectora siempre es novedosa, llena de giros inesperados e imágenes que escapan de los lugares comunes. Todo un merito si tenemos en cuenta que la poesía natural siempre corre el riesgo de estancarse en la cursilería.

Esta visión tan sensata y humilde que ensancha los límites de nuestra realidad, nos ofrece la posibilidad de contemplar un mundo ajeno a la estridencia de la civilización, un mundo habitado por el conjuro ancestral de los animales del altiplano, que, diezmados por la expansión implacable del hombre, emergen de un pasado remoto como alegorías de la mitología andina. Son los rastros de una cotidianidad perdida, de una comunión fracturada por la modernidad. Nos convertimos así en testigos de algo excepcional, la evocación nos lleva al teatro de lo fantástico, lo que vemos deambulando entre las páginas no son simples animales sino criaturas míticas tocadas por el misterio de la distancia.

Por sus páginas corre el venado, ese animal que alborota la hierba con sus cascos azules, también se presenta la hormiga con su impecable determinación y aparecen las garzas que inundan el samán. El inventario es inagotable, cada una de las maravillas naturales gana su espacio en el poema.  Sin embargo, así como la naturaleza se presenta en un instante para después ocultarse, los versos también se erigen desde el esbozo, son esquemas a mano alzada, apenas un paladeo que nos convoca al deleite. Como bien los afirma la escritora Nana Rodriguez, la obra de Paramero es “como volver a Basho y a la tradición de oriente despojada de artificios literarios, centrada en un instante eterno, semejante a una pintura de trazos en movimiento”.

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Ahora bien, esta apuesta por destacar el milagro de la naturaleza nos lleva a tomar una posición ética respecto a nuestro entorno. Si bien no hay un dictamen explicito por parte de la autora, su insistencia en el ensueño natural estimula la conciencia y nos impulsa a hermanarnos con los dones del ambiente.  Cada verso despierta nuestra fibra infantil, es una suerte de retorno hacia nuestras raíces, hacia esa pureza donde somos consientes de la fragilidad que nos rodea. Esta dimensión de la poesía también tiene visos de marginalidad.  
La obra de Maria del Pilar Paramero es una oportunidad de acercarnos a lo que fuimos, de aliviarnos con las formas ancestrales de la naturaleza, de entablar un diálogo con una obra que rescata los indicios de nuestra memoria colectiva, el eco que resuena de nuestras tradiciones más profundas. Es un canto primordial, una afirmación donde la naturaleza establecemos una convivencia con la naturaleza. Su obra poética, a través de su susurro nebuloso y embriagador, nos propone reinventarnos.   Si cambiamos el orden de nuestra visión se modifica el orden de nuestra experiencia. Es en el río inagotable de la metáfora literaria que podemos evocar nuestra verdadera esencia y rozar aquella huella de la divinidad que se resiste a morir en cada uno de nosotros. 

Esta modestia en su obra escrita también se traslada a la cotidianidad de la escritora. Su vida transcurre en la ciudad de Tunja, en medio de un asilo para ancianos donde espera vivir sus últimos años.  Son pocos los que conocen la trascendencia de su obra, basta dar una revisión a las antologías poesía femenina del siglo veinte, donde su nombre casi no se menciona.  A pesar de haber ganado quizá el certamen más importante para la poesía femenina en 1995 organizado por el Museo Rayo con su libro “Estallido”, la crítica literaria todavía no se ocupa de su obra.  Sin embargo, en varias entrevistas que la escritora ha dado a medios locales, siempre ha manifestado que su intención va más allá de ser reconocida. Fiel a su vocación de pedagoga, su interés se enfoca en que las instituciones educativas se ocupen de rescatar la poesía de los autores colombianos, donde se evidencia una despreocupación cada vez más evidente.   

Maria del Pilar Paramero prefiere entonces diluirse en el ocultamiento.  su acento tan irregular en la literatura colombiana, propone una nueva forma de abordar el quehacer poético, tanto su obra como su vida es una apuesta por un giro hacia el exterior, hacia todo aquello que escapa a nuestro ego. Esta exaltación de la naturaleza insinúa una renovada perspectiva que plantea una expresión ligado a la magia de la sencillez potenciada por esa confluencia de la imaginación y la memoria. Para ella lo importante es lo que nos rodea desde el silencio y que espera la lumbre de las palabras para perdurar en la belleza fugitiva del verso como una evocación.