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¿Nos ofrece la esfera privada una verdadera libertad? Una reflexión desde el pensamiento griego

Tomás Molina

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La narrativa liberal nos dice que si queremos ser más libres podríamos —y deberíamos— suprimir lo público al máximo.

Entre más pequeño sea el ámbito de lo político, de los comunes, de la polis, en fin, más libres seremos. Esto supone que lo privado-económico es el ámbito de la verdadera y más importante libertad. Su expansión, por tanto, es deseable para quien quiera ser libre. No obstante, a partir del pensamiento griego uno podría cuestionar esa narrativa. Yo quiero argumentar aquí que la esfera privada de la economía es al mismo tiempo el espacio del despotismo y de dos libertades (la de consumo y producción), que a su vez están subordinadas ontológicamente a la libertad más alta, es decir, a la pública. El estatus de esta última se deriva del hecho de que allí reinan la igualdad y el poder de persuasión. La primera, como mostraré, es fundamental porque entre desiguales hay necesariamente imposición, despotismo y, por tanto, incapacidad de elegir libremente. La segunda es aquello que usamos para convencer a nuestros iguales, dado que, precisamente porque son iguales, no podemos usar la fuerza contra ellos.

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Cuando hablamos de economía liberal nos referimos a la esfera privada. Aquí son las familias y las empresas quienes se encargan de llevar a cabo la parte más importante de las actividades económicas. Al decir ‘privada’, los modernos simplemente nos referimos a lo no-público, a lo que está por fuera de la dirección de los comunes. Los griegos, empero, sabían que lo ‘privado’ se refiere a algo más sustancial. La esfera privada está literalmente privada de dos elementos: la persuasión y la igualdad. Es preciso explicar por qué. En el mundo helénico, lo privado se refería al ámbito familiar, es decir, donde el padre gobernaba de manera despótica a su mujer e hijos. Las decisiones paternas no eran tomadas de manera colegiada e igualitaria, porque eso supondría que los hijos tienen el mismo poder que los padres. La raíz de la lógica familiar griega es la desigualdad: los padres por definición tienen más poder que los hijos. Por lo mismo, la persuasión solo puede jugar un papel muy secundario. Podemos intentar convencer a nuestros padres de algo, pero no como iguales. Por eso nos tenemos que someter finalmente a lo que digan, al menos cuando vivimos bajo su techo y autoridad. Una vez formamos nuestra casa, entonces asumimos el rol de autoridad que nuestros padres tenían en la suya.

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Nuestra realidad empresarial no funciona de una manera distinta. Allí también carecemos de la persuasión y la igualdad en un sentido radical. Uno puede intentar convencer a su jefe de algo, pero aquí tampoco hay un debate entre iguales. Incluso en las empresas postmodernas, los jefes siguen teniendo el poder de despedir a sus empleados y, por tanto, de obligarlos a hacer lo que ellos quieran. Entre desiguales hay imposición, e incluso violencia, no libertad.  En el capitalismo, el jefe por definición tiene más poder que los empleados y, en consecuencia, puede constreñirlos. Por supuesto, aquí uno tiene —al menos formalmente— la posibilidad de irse: podemos cambiar de trabajo. Hay, es cierto, un grado mínimo de libertad. Pero una vez cambiamos de trabajo nos sometemos de nuevo a la desigualdad, al despotismo. Esto lo saben quienes han creado las técnicas de administración posmodernas. Por eso, ahora el jefe procura mostrarse de manera más relajada, más igualitaria. Almuerza con sus subalternos, deja la corbata en casa y evita el uso de imperativos en el lenguaje. No obstante, sus decisiones están lejos de tomarse públicamente, es decir, de someterse a la persuasión entre iguales. La réplica de un empleado se estrella fácilmente con el superior poder de su jefe.

Quedan otras dos partes de lo privado moderno. La primera es la libertad de consumo. Aquí hay una libertad más sustancial, aunque subordinada. Es cierto que nadie nos impone nada —por lo general consumimos lo que queremos. Pero la idea de que esta libertad tiene el mismo alcance que la pública habría parecido una locura a un griego. Elegir entre varias marcas de aceite de oliva tiene su utilidad, pero no se compara con la capacidad de participar en el igualitario ámbito público. Precisamente porque lo público es el espacio de la política, de los asuntos comunes de la polis, entonces tendrá un peso mayor que el de nuestra compra en el supermercado. Para decirlo de otro modo, solo podemos elegir entre varias marcas de aceite si en el ámbito público lo hemos decidido así. Una libertad está subordinada a la otra. La otra libertad es la de producción.

Aquí sucede lo mismo. Si podemos producir tal o cual cosa es el resultado de decisiones en el ámbito público, i.e., de las instituciones que hemos creado como iguales. Incluso los liberales más recalcitrantes deben aceptar que su participación en la política tiene como objeto la transformación del orden económico y que, al menos en nuestras condiciones históricas, resulta imposible hacerlo de otro modo.

En lo público, por otra parte, todos contamos de la misma manera. No hay espacio para el despotismo. Si no se convence a los ciudadanos no puede hacerse lo que proponemos. Nadie nos puede imponer nada. Por eso, el griego prefería ser pobre e igual a sus conciudadanos, que rico y sometido al arbitrio incondicional del Gran Rey de los persas. Debido a lo anterior, lo público debe pensarse y gobernarse de acuerdo con su propia lógica. Quienes pretenden obviar las diferencias que tiene con lo privado preparan tiranías. Justo por eso no soportan que haya deliberación, cuestionamientos, heridas en su autoridad: quieren hacer lo suyo independiente de lo que crean o quieran los demás ciudadanos. Pero quien quiera participar en lo público debe desembarazarse de la lógica del padre de familia. Por las mismas razones, resulta muy pobre el intento de acrecentar nuestra libertad auténtica por medio de la privatización de todo, dado que, como hemos visto, privado significa carente de persuasión e igualdad, es decir, de los requisitos de la libertad más alta. Como mucho, es el espacio de apenas dos libertades subordinadas a la pública.

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Ahora bien, el regreso a la lógica griega es imposible. Las condiciones materiales e históricas no están dadas. Los griegos tenían esclavos encargados de la parte económica —lo privado, de nuevo, es el reino de lo despótico— para que pudiesen dedicarse a lo público. Nosotros, en cambio, aunque tenemos máquinas que hacen mucho trabajo por nosotros, estamos obsesionados con lo económico. Hemos invertido, de hecho, la lógica griega. Para un ateniense, quien no se dedicaba a lo público era un idiota, es decir, alguien que solo se dedicaba a lo privado. Para un moderno, quien no se dedica a producir riqueza en lo privado es un idiota (y un parásito). Lo público tiene la mala fama que le han hecho los políticos profesionales. De todas maneras, nuestra concepción de libertad, basada principalmente en lo privado, es defectuosa. La libertad más alta está en lo público. Eso no quiere decir que debamos volver a los viejos totalitarismos. Es todo lo contrario. El totalitarismo trae la lógica de lo privado a lo público: el gobierno es allí entre desiguales. La decisión del duce o del führer no se cuestiona, ni mucho menos se discute entre iguales. Allí la única posibilidad en caso de estar en desacuerdo es la de huir del país (¡justo la que muchos proponen en Colombia!) ¿Y entonces? He ahí el problema.