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Trasímaco y Marx entran a un bar y discuten sobre ideología

Tomás Molina

Marx

Hay una condición esencial para gobernar de la que solemos ser inconscientes por lo obvia que nos resulta: que los gobernados crean que se gobierna en su favor. Incluso las tiranías más terribles, como la japonesa en la “Esfera de coprosperidad” durante la 2GM, intentaron convencer a sus súbditos imperiales de que gobernaban en su favor.

No hay un solo dictador que no haya justificado su poder apelando al bienestar del pueblo. Solamente donde no hay consentimiento, donde simplemente hay crudas relaciones de amos y esclavos, puede brevemente sostenerse la idea de que nada se hace en favor de los gobernados. Pero incluso uno encuentra que en los antiguos griegos aparece la idea de que a los esclavos les resulta beneficioso ser gobernados por sus amos. Los amos del sur de Estados Unidos sostenían lo mismo. Decían que sus esclavos vivían mejor trabajando para ellos en América que siendo libres en África.

Supongamos que los gobernantes (sea una clase social, una élite económica, un dictador, etc.) privilegian sus intereses—o lo que creen equivocadamente que son sus intereses—sobre los demás. Para conseguir el consentimiento de los gobernados, deben entonces presentar los suyos como los intereses de todos, como bien lo sabía Marx. Lo que conviene a los gobernantes es lo único racional y válido porque también conviene a los gobernados. El bienestar del tirano es el bienestar del pueblo. El interés del amo equivale al interés del esclavo. Esto es así porque nadie aceptaría conscientemente un gobierno donde sus propios intereses sean ninguneados abiertamente. Lo que dice Trasímaco en la República de Platón está lejos de ser una tontería: los gobernantes presentan sus propios intereses como aquello que es justo para los gobernados. Solamente en un estado ideal donde los intereses de los gobernantes y los gobernados están en completa armonía es innecesario lo que podríamos llamar el truco ideológico por excelencia: armonizar falsamente los intereses de los gobernantes y los gobernados.

Si en los gobiernos realmente existentes esta armonía no existe, ¿entonces cómo es posible que los gobernantes presenten creíblemente a sus intereses como los intereses de todos? Aparte de la falsa universalización de los intereses de los fuertes, el mecanismo más antiguo es el de la proyección. Funciona de esta manera: <<Tengan ustedes por seguro que mis intereses son los suyos, pero hay un grupo de gente (judíos, negros, turcos, colombianos, venezolanos, mujeres, comunistas, etc.) que impide que nuestros intereses estén en armonía en el acto. En otras palabras, hay un grupo que nos está robando el goce, la felicidad. Si lo eliminamos, podremos gobernar plenamente en favor de los gobernados>>. Obviamente hay explicaciones técnicas, por ejemplo en las democracias, de por qué los intereses de los gobernados no están representados. Pero esas explicaciones rara vez tienen cabida en los discursos ideológicos o la tienen de manera secundaria. El mecanismo de la proyección es mucho más poderoso porque apela a los prejuicios y miedos inconscientes. Tanto las personas educadas como las que no pueden creer lo que dice.

Los críticos de la ideología pueden mostrar la falsedad de la universalidad de los intereses de quienes gobiernan. Lo que se presenta como una característica inmutable de la naturaleza humana, como una cuestión puramente objetiva, en realidad es producto de unos intereses particulares. Detrás de los derechos naturales del liberalismo (la vida, la libertad y la propiedad) están los intereses de la burguesía. <<Ah, qué casualidad que los derechos naturales, los derechos dados por el Creador, preexistentes como una Idea platónica, sean justamente aquellos que le permiten al burgués multiplicar su riqueza e impedir que los demás hagan valer sus intereses>>, podría decir algún crítico. La crítica de la ideología procede tradicionalmente por medio de la historización de lo que se pretende eterno. Una muestra reciente la puede encontrar uno en el libro Debt del antropólogo David Graeber. Si el discurso liberal burgués insiste en la propensión natural del hombre hacia el intercambio comercial, sobre la cual se impone más adelante la vampiresca tiranía del Estado, Graeber muestra que los mercados son un producto histórico de la acción estatal. El crítico de la ideología se pregunta entonces a quién conviene y por qué la creencia en que el mercado es un hecho natural.

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La crítica a la ideología también puede mostrar la falsedad empírica de la proyección. Uno puede probar que, lejos de ser un obstáculo para la armonía del pueblo alemán, los judíos contribuían enormemente a la cultura, la economía y la sociedad alemanas. Lo mismo sucede con los inmigrantes latinoamericanos en Estados Unidos: no son la causa de los problemas sociales de ese país sino que, al contrario, contribuyen de múltiples maneras a su prosperidad. Lo malo es que esta crítica puede no ser muy efectiva. El sujeto más ideologizado la tomará como prueba de que los judíos controlan todos los medios de comunicación y de que, por lo tanto, sí dominan al país como el líder lo dice.

Si la crítica de la ideología es muy fuerte, la ideología misma puede tomar un carácter pesimista y cínico. <<Es cierto que no vivimos en el mejor de los mundos posibles y que además los judíos y las feministas no tienen la culpa de todos los problemas, pero cualquier intento de mejorar el orden actual derivará en un nuevo Holocausto, en el regreso del gulag. Es mejor conformarnos con lo que tenemos que provocar nuevos horrores”. La ideología pretende entonces que perdamos toda esperanza en un cambio sustancial. Quizá es posible un trabajo de pintura, un arreglo superficial de lo que tenemos hoy, pero nunca nada que implique la transformación de las relaciones de poder. Eso es muy peligroso. Lo irónico es que quienes nos dicen esto hoy fueron los artífices de grandes transformaciones ayer. Los thatcheristas insisten en que no es posible ni deseable hacer ninguna transformación, aunque en los ochenta revolucionaron no solo la política y la economía del Reino Unido sino también las del resto del mundo. Cuando una ideología se vuelve dominante su mensaje es claro: cualquier cambio es para mal.

La crítica a la ideología se ve en una situación difícil: tiene que presentar aquí alternativas creíbles, pero la credibilidad solo es tal dentro de las coordenadas de la ideología dominante. Solamente una ruptura, una entrada milagrosa de nuevas coordenadas, puede abrir el camino hacia nuevas maneras de pensar la política.