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El papel desempeñado el 9 de abril por los rosaristas Rafael Azula Barrera y José María Villareal

Álvaro Pablo Ortiz

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A la 1:05 P.M., Jorge Eliecer Gaitán caía para no volver a levantarse jamás, por cuenta de los tres o cuatro impactos de bala que con serenidad pasmosa y rebosante de odio en la mirada, le disparó con un viejo revolver, Juan Roa Sierra. Aunque más de un testigo del impactante hecho afirmara haber visto un segundo asesino, y que la propia esposa del conductor de multitudes más carismático de todo nuestro devenir republicano, Amparo Jaramillo, pluralizara aun más el horripilante hecho al sostener- y lo sostuvo toda su vida-, que se trataba de un crimen de Estado, en el cual mucha gente se hallaba involucrada.

Antes de la fatídica hora, Gaitán estaba eufórico: la risa y la sonrisa se negaban a abandonar sus labios. Había motivos. La noche anterior había librado una de sus más encarnizadas batallas penales, al lograr la absolución del Teniente Jesús Alberto Cortés. Sobra decir que toda la oficialidad venía siguiendo por la radio, el impresionante acervo doctrinario, dialéctico y jurídico utilizado por el hijo de un vendedor de libros de segunda mano y de una maestra de escuela, a la que se refirió en uno de sus discursos más emotivos de la siguiente manera: “Ella –Manuela Ayala-, fue mi todo”. Frase que su padre, Eliecer, nunca mereció. Tampoco se hacía ante sus ojos dignos de cobijarlo con la expresión “El perdón es mi venganza”. Pues demasiadas y brutales golpizas, sumadas a reiterados actos de mezquindad y a una avaricia de tintes patológicos, le impedían al que en su momento fuera el defensor victorioso en el caso de las bananeras, el alcalde más controvertido del que se tenga noticia, el que innovó el derecho penal con su clasificación en Italia, tener algún recuerdo amable de su progenitor.

Como elemento central de su defensa a Cortés, el hombre que días atrás había protagonizado la formidable “Marcha del silencio”, diseñó en minutos el concepto del honor militar, del que quien esto escribe da fe de que se sigue enseñando en las principales escuelas de formación del Ejercito Nacional, empezando por la Escuela Militar de Cadetes “General José María Córdoba” y por la Escuela Superior de Guerra. Y como si estuviera en estado de trance; como si una voz de resonancias todopoderosas hubiese tomado posesión de todo su ser, finalizó su magistral defensa exclamando desde la plenitud de su privilegiada y tantas veces ejercitada caja torácica: “Teniente Cortés: ¡no sé cuál será la respuesta del jurado, pero la multitud la espera y la siente! Teniente Cortés: usted no es mi defendido. Su noble vida, su doliente vida puede tenderme la mano, ¡que yo estrecho con la mía por saber que le estrecho la mano a un hombre de honor, de honradez y de bondad”.

(Vásquez, 2015, p.174)  Sería la última defensa; sería la última vez en que su voz pareciera estar invocando la “cabalgata de las valquirias”.

En la Clínica Central fueron inútiles los esfuerzos por salvarle la vida a Gaitán, de los más afamados médicos, como Yesid Trebert Orozco, Pedro Eliceo Cruz, Alfonso Bonilla Naar, incluido el médico personal del dirigente liberal, doctor Antonio Trías Pujol, de origen español, y en su momento, luchador inalcanzable a favor de la República, durante la cruenta guerra civil que por tres años (1936-1939) padeció la península Ibérica.

¿Pero qué sucedía en el Palacio Presidencial durante los minutos transcurridos desde la muerte del “jefe” y el descuartizamiento por parte de la multitud del presunto asesino y discapacitado mental Juan Roa Sierra? La respuesta no puede ser más elemental: en el Palacio y ante los embates de un pueblo enloquecido de ira, de dolor y de tristeza, hubo momentos en que se pensó seriamente por parte de la oficialidad, de cuyo mando dependía el Batallón Guardia Presidencial, que la única solución era facilitarle la huída al presidente Mariano Ospina y a la primera dama, Berta Hernández de Ospina Pérez. Así se lo manifestó el señor mayor Juan Berrio, jefe de la casa militar, quien con heroísmo extremo había asumido desde los momentos posteriores a la muerte de Gaitán, la defensa del Palacio: “Frente a esta gravísima emergencia mi deber es informar a su Excelencia que en Palacio hay carros que pueden llevarlo a techo con su esposa y algunas personas más.

Allí hay un avión listo para viajar a Medellín, que es el sitio mejor, dada la adhesión de Antioquia a su gobierno y a su persona, desde donde su Excelencia puede seguir dirigiendo la contra-revolución”. (Alape, 1983, p.278)
A esa solución se negó sin el menor titubeo el Presidente de la República. Como también se negó a la propuesta de Laureano Gómez de conformar una Junta Militar de Gobierno; y como también se negó a los consejos de altos dirigentes del Partido Liberal como Luis Cano, Alfonso Araujo, Julio Roberto Salazar Ferro, Alfonso Aragón, Plinio Mendoza Neira, Carlos Lleras Restrepo, Roberto Paris, Jorge Padilla, y Darío Echandía, entre otros, de que dimitiera de su cargo a favor del último de los nombrados. Entre imperturbable y frio, expresó su decisión a los militares y a los políticos liberales, de morir, si ese fuera el caso, ocupando el rango de mandatario de los colombianos. No obstante, el pillaje, las depredaciones, los incendios y la embriaguez, lejos de disminuir, aumentaban minuto a minuto.

Jorge Eliecer Gaitan (1936) - Dominio Público

Llegados a este punto, donde la adversidad adquiere una dimensión inimaginable, es cuando el destino señala con su índice a dos de los mejores hijos del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario: a los doctores en Jurisprudencia Rafael Azula Barrera y José María Villareal. El primero había mostrado desde su época estudiantil, bajo la rectoría de Monseñor Rafael María Carrasquilla, un talento excepcional que lo hacía oscilar entre los códigos, la lírica y la política. Como egresado, aparte de escribir libros, como el titulado “La ciudad de los virreyes”, o haber fundado cuando se desempeñaba como Ministro de Educación, las revistas “Bolívar”, y “Ximénez de Quesada” o la Biblioteca de Autores Colombianos; incursionó también con éxito en a diplomacia, que lo llevó en calidad de embajador ante países europeos e hispanoamericanos.

Durante los aciagos acontecimientos del nueve de abril, se desempeñaba como Secretario General de la Presidencia de la República, cargo que le permitiría darle el visto bueno o el no, a los asuntos más importantes, dando por descontado, que su proximidad con Mariano Ospina Pérez era permanente. En ese sentido, resulta válido calificarlo de “Eminencia Gris”; de “oráculo”, de “imprescindible”, de ejemplo cotidiano de la más alta probidad moral y poseedor de un alto sentido de la austeridad. Con relación a Monseñor Carrasquilla, Azula Barrera no ahorró elogios:

“La caída fulminante del Partido Conservador, en 1930, me sorprendió, dentro de los claustros seculares del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario, cuando aun no frisaba en los veinte años. Gobernaba el viejo Instituto la figura patricia de Monseñor Rafael María Carrasquilla, quien durante ocho lustros  había adoctrinado generaciones enteras de colombianos en un encendido amor por la patria. Cortada por las fatigas del sepulcro, su voz había prendido ya el timbre sonoro que le otorgó copiosa fama ante muchedumbres diversas, subyugadas por su persuasiva elocuencia. La bella estampa tribunicia, desdibujada por los años, cedía en fortaleza lo que cobraba en ascendiente patriarcal y en majestad ascética. Casi inmaterializado por la edad, era un símbolo de la República cristiana que surgió de la ambición realista de Núñez, colmada por la dogmática de Caro”. (Azula, 1956, p.3)

Por su parte, la hoja de vida del doctor José María Villareal, como en el caso de Azula Barrera, es una sumatoria de triunfos de diversa índole. Su curriculum diplomático consigna que fue Embajador de Colombia ante el Reino Unido y lo propio ante Japón. Cuando la muerte de Gaitán sacudió a la nación entera, José María Villareal había renunciado al cargo de Gobernador del Departamento de Boyacá. Una llamada desde Palacio hecha por Azula Barrera lo pone al tanto de la gravísima situación que en materia de orden público reviste a capital de la República: los templos de Santo Domingo, Santa Inés, Santa Clara, la Nunciatura Apostólica, el Instituto de la Salle, el Palacio de Justicia, el Edificio de la Gobernación de Cundinamarca, el Colegio Salesiano de León XIII, las instalaciones del diario conservador, de mano de los tranvías, fueron saqueados y puestos en llamas. Otro tanto le sucedió a los hoteles Regina y Savo.  La Bogotá que pocos días antes del 9 de abril, estaba decorada, limpia y engalanada para inaugurar la Conferencia Panamericana (que luego de los sucesos del 9 de abril continuó sesionando en el Gimnasio Moderno, al norte de la ciudad). Inexplicablemente el Gun y Jockey Club pasaron desapercibidos ante la furia popular. El Colegio del Rosario también disfrutó de una providencial y salvadora invisibilidad. El grado de destrucción en que quedo el centro –sobre del que se ha exagerado posteriormente-, parecía por sectores, una ciudad alemana como Dresde o Berlín, bombardeada con saña por los aliados.

José María Villarreal- fuente BanrepCultural

Retornemos a la actuación de Villareal. Con celeridad impresionante, arengó a las multitudes de Tunja, habló con las autoridades eclesiásticas, dispuso el uso de toda clase de vehículos, incluidos, por supuesto, camiones militares. Convocó a los reservistas y como acto prioritario envió un pie de fuerza calculado en cerca de mil soldados. Sin su concurso, es muy probable que el Palacio de los Presidentes de Colombia hubiese sucumbido ante el embate de una multitud que llegó a ojo de buen cubero a cerca de diez mil individuos, a los que hay que agregar buena parte de la Policía Nacional, que no ocultó sus sentimientos gaitanistas, repartiéndole irresponsablemente al pueblo armas de diverso formato y calibre. Decía el doctor José María Villareal:

“Obré con criterio de ley marcial pues la dura necesidad así lo imponía. Al mismo tiempo ordené que los reservistas amigos del gobierno se concentraran sin pérdida de tiempo en tres puntos estratégicos: Soacha, Duitama y Tunja. Cuando hacia las tres de la tarde el doctor Rafael Azula Barrera volvió a llamarme, le respondí que yo estaba en plenas condiciones para despachar refuerzos armados a Bogotá. El asesinato de Gaitán se produjo, sin duda, en un ambiente de aguda pugna entre los partidos políticos, pero yo no creo que tal enfrentamiento hubiera tenido que ver con las causas de atentado contra el gran líder popular. Su muerte fue decretada por el comunismo internacional como el medio que juzgo más seguro para provocar una conmoción que hiciera fracasar la IX Conferencia Panamericana reunida en esos días en Bogotá”. (Villareal, 1982, p.28-36)

Este relato quedaría incompleto si omitiera dos hechos importantes: la llamada telefónica que el presidente Ospina Pérez le hizo al rector del Colegio de San Bartolomé la Merced, pidiéndole que su hijo menor, Gonzalo, que estudiaba en el afamado plantel educativo, fuera llevado a la mayor brevedad a la Embajada Norteamericana. Orden que adelantaron con toda diligencia los jesuitas. El otro hecho, lo escuchó el que esto escribe, por boca del gran escritor y político Otto Morales Benítez, recientemente fallecido, que palabras más palabras menos, hizo el comentario que viene a continuación:

“Un jesuita de alto renombre, el padre Félix Restrepo, llamó al presidente para sugerirle la siguiente idea que podría contribuir a minimizar la gravedad de la situación: “Su Excelencia, como yo veo la situación, estamos al borde de una revolución. No obstante, pienso que si su Excelencia ordena que las cárceles se abran para que los delincuentes salgan, esto que apunta a una revolución va a derivar en Bolchevique”.  Verosímil o inverosímil dicha versión, lo cierto es que las puertas de todos los establecimientos carcelarios de la capital se abrieron de par en par. Aparte de otros actores y factores, es indiscutible que los rosaristas Rafael Azula Barrera y José María Villareal cumplieron un papel de capital importancia de nuestra historia republicana: el 9 de abril de 1948, en esa fecha, varios oficiales del Ejército Nacional perdieron la vida: el capitán Mario Serpa, y los tenientes Jaime Carvajal y Álvaro Ruíz Holguín. Todos ellos, habían hecho de la defensa de la constitucionalidad, la razón suprema de su existencia. Igualmente, corrieron la misma suerte muchos soldados más.

Finalmente el autor de estas líneas agradece de manera especial a Nicolás López, estudiante de cuarto semestre de la Facultad de Jurisprudencia, la valiosa información suministrada y los registros gráficos, de su ilustre antepasado, el doctor José María Villareal. El autor también tiene una deuda de gratitud con los funcionarios del Archivo Histórico de la Universidad del Rosario, particularmente, con Diana Ortiz, asistente de clasificación del archivo, y con Elkin Saboyá, meritorio docente e investigador.
 
Bibliografía:
(Colocada por orden alfabético)
-Dangond Uribe e,A (1987) El Padre Gabriel Giraldo S.J. La fuerza del Carácter. Plaza Janes Editores. Bogotá, Colombia.
-Azula Barrera, R. (1956), De la Revolución al Orden, Editorial Nuevo Relly, Bogotá, D.E.
-Alape, A. (1983). El Bogotazo. Memorias del Olvido. Publicaciones Universidad Central, Bogotá, Colombia.
-Vásquez, J,G. (2015) La Forma de las Ruinas. Alfaguara, Bogotá, Colombia
-Lora Peñalosa, J.L. Qué hace, que dice… José María Villareal. En: Revista Cromos, Abril 6 de 1982, pp.29-36, Bogotá, Colombia.